Por: Glenys Álvarez* Editora Neutrina
Múltiples aspectos tenemos que evitar y controlar; el amor puede ser uno de ellos.
Leemos al respecto todos los días en distintos formatos. No todo lo que viene en la biología, ni todo lo que aprendemos en la vida es beneficioso, muchas veces no deseamos lo que nos ofrece el ambiente e iniciamos una de las tantas batallas entre lo que queremos y lo que necesitamos, lo que deseamos y lo que nos hace bien. Así, vamos aprendiendo proezas específicas del mundo y cada uno decide, si puede, las opciones que desea participen en sus vidas. Para algunas de estas personas, enamorarse es una de las que desean prescindir.
Incomprensible, y no es para menos. El amor ha evolucionado de distintas formas entre los organismos terrestres, es una forma de copiar genes que en los humanos es y ha sido protagonista de innumerables tipos de conducta que van desde el éxtasis hasta el crimen.
Más aún, hemos llevado el comportamiento a su máxima expresión y es hoy un producto explotado en incontables ramas de nuestro quehacer, de hecho, es aún la meta de la gran mayoría en el planeta: encontrar la media naranja y copiar los genomas.
Sin embargo, algunos piensan que el amor debe convertirse en empatía y altruismo, salir del romanticismo, la pasión y de la familia, ilimitarse para posar sus beneficiosas alas en la gran masa desconocida. Es mucho más necesario, apuntan. Además, hemos visto cerebros que no vienen alambrados para el amor; la estructura no tiende a proporcionar regiones dedicadas a lo social y el individuo no se le da bien eso de armonizar con otros, mucho menos enamorarse. Lo que para una mayoría es, indudablemente, el impulso número uno de toda una vida, para otros no es más que un problema innecesario.
Como bien sabemos, somos más de siete mil millones de personas con culturas varias sobre nuestras espaldas. Llegamos con una estructura cerebral producto de las 46 cromosomas que heredamos de nuestros padres; algunos somos agresivos otros pacíficos, a unos les gusta viajar a otros coleccionar, un grupo disfruta madrugar otros prefieren lo nocturno, muchos se enamoran regularmente a otros les cuesta trabajo. No obstante, los investigadores han observado los procesos neurológicos que ocurren cuando las personas están enamoradas para subrayar, precisamente, las diferencias y similitudes en estos mecanismos y lo que representan.
De esta forma sabemos que enamorarse es un producto del cerebro. Varios equipos han medido cerebros enamorados en distintos países y han descubierto que enamorarse ocurre en casi todas las sociedades de una forma u otra (cada cultura tiene sus rituales), que hay personas que se enamoran en menos de tres minutos, que el amor romántico y pasional puede durar hasta cuatro o cinco años, que el cerebro envía señales que se convierten en mariposas en el estómago y latidos irregulares del corazón y que las neuronas producen un sentimiento increíblemente mágico que ha sido plasmado en la literatura, el teatro, la música, el cine y la televisión humana. La vida de la especie está repleta de amor entre parejas y muchas veces parece una búsqueda constante de ello.
“El amor romántico enciende unas regiones cerebrales que se encargan de suprimir actividad asociada con la evaluación social crítica de otros y de emociones negativas, de hecho, descubrimos que el amor materno comparte parte de este circuito lo que sugiere que una vez uno se siente cercanamente familiar a esa persona, se reduce la necesidad de evaluar su temperamento y personalidad. Esas características nos ayudan a explicar por qué el amor es ciego”, explica Andreas Bartels, del Colegio Universitario de Londres y uno de los equipos que identificó las regiones involucradas en hacer que nos enamoremos.
No siempre es bueno enamorarse. Sin embargo, es un negocio del cerebro que lleva miles de millones de años evolucionando, cuando nos enamoramos, doce áreas en el cerebro trabajan juntas para liberar químicos que inducen a la euforia. Estamos hablando de los sospechosos de siempre, la oxitocina, la dopamina, adrenalina y vasopresina, que forman parte de esos circuitos de recompensa que hacían salivar a los perritos de Pavlov y permitían que roedores activaran una palanca dedicada a dar placer hasta morir. Estos mecanismos todavía viven en nosotros y son parte de las regiones responsables de que nos enamoremos.
“El sentimiento del amor afecta funciones cognoscitivas, como representaciones mentales, metáforas y la idea que tenemos de nuestra imagen, es un proceso complejo que comienza en nuestro cerebro, que es alimentado por nuestra cultura que nos regala los ritos para seguirlo, nutrido por los estímulos que obtengamos de la interacción y que nos hace sentir espectaculares, como si el mundo sólo estuviese hecho para ‘nosotros dos’”, afirma la profesora Stephanie Ortigue, de la Universidad de Syracuse y otro de los equipos que indagó sobre la neurología del amor.
Tanto el amor romántico como el materno son actividades de recompensa extrema que están vinculadas directamente a la perpetuación de la especie.
“Hemos descubierto a través de la experimentación que el lazo que aplica este tipo de amor es un mecanismo de halar y empujar que desactiva redes donde se evalúan críticamente a los demás, mientras eso ocurre, enlaza a los individuos a través del circuito de la recompensa, que son regiones en el cerebro que inducen sentimientos de euforia, y a eso se debe el poder que tiene el amor para motivarnos y llenarnos de júbilo”, dice Bartels.
“Extremadamente fuerte es”, diría Yoda, y requiere sumo autocontrol mantenerse alejado de sus pociones mágicas. Existen numerosas normas para evitar el amor, la mayoría surgidas de los imaginativos cerebros de autoayuda, pero ninguna funciona 100% y, desafortunadamente, cuando estás enamorado y nadas entre el océano de la pasión y el río del romanticismo, tu cerebro intentará que sobrevivas mientras disfrutas descomunalmente de la confusa situación.
Universidad de Syracuse: http://www.syr.edu/
*Periodista científica fundadora y directora de Editora Neutrina
editoraneutrina@gmail.com
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