Por: Isaac Asimov
No existe ninguna indicación en el cielo que permita a un observador casual descubrir su particular lejanía. Los niños no tienen grandes dificultades para aceptar la fantasía que «la vaca saltó por encima de la luna», o que «saltó tan alto, que tocó el cielo». Los antiguos griegos, en su estadio mítico, no consideraban ridículo admitir que el cielo descansaba sobre los hombros de Atlas. Según esto, Atlas tendría que haber sido astronómicamente alto, aunque otro mito sugiere lo contrario. Atlas había sido reclutado por Hércules para que le ayudara a realizar el decimoprimero de sus doce famosos trabajos: ir en busca de las manzanas de oro (¿naranjas?) al Jardín de las Hespérides (¿«el lejano oeste» [España]?). Mientras Atlas realizaba la parte de su trabajo, marchando en busca de las manzanas. Hércules ascendió a la cumbre de una montaña y sostuvo el cielo. Aún suponiendo que Hércules fuese un ser de notables dimensiones, no era, sin embargo, un gigante. De esto se deduce que los antiguos griegos admitían con toda naturalidad la idea que el cielo distaba sólo algunos metros de la cima de las montañas.
Para empezar, no podemos ver como algo ilógica la suposición, en aquellos tiempos, que el cielo era un toldo rígido en el que los brillantes cuerpos celestes estaban engarzados como diamantes. (Así, la Biblia se refiere al cielo como al «firmamento», voz que tiene la misma raíz latina que «firme».) Ya hacia el siglo VI a. de J.C., los astrónomos griegos se percataron que debían de existir varios toldos, pues, mientras las estrellas «fijas» se movían alrededor de la Tierra como si formaran un solo cuerpo, sin modificar aparentemente sus posiciones relativas, esto no ocurría con el Sol, la Luna y los cinco brillantes objetos similares a las estrellas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno), cada uno de los cuales describía una órbita distinta. Estos siete cuerpos fueron denominados planetas (voz tomada de una palabra griega que significa «errante»), y parecía evidente que no podían estar unidos a la bóveda estrellada.
Los griegos supusieron que cada planeta estaba situado en una bóveda invisible propia, que dichas bóvedas se hallaban dispuestas concéntricamente, y que la más cercana pertenecía al planeta que se movía más rápidamente. El movimiento más rápido era el de la Luna, que recorría el firmamento en 29 días y medio aproximadamente. Más allá se encontraban, ordenadamente alineados (según suponían los griegos), Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno.
La primera medición científica de una distancia cósmica fue realizada, hacia el año 240 a. de J.C., por Erastóstenes de Cirene, director de la Biblioteca de Alejandría, por aquel entonces la institución científica más avanzada del mundo, quien apreció el hecho que el 21 de junio, cuando el Sol, al mediodía, se hallaba exactamente en su cenit en la ciudad de Siena (Egipto), no lo estaba también a la misma hora, en Alejandría, unos 750 km al norte de Siena.
Erastóstenes midió el tamaño de la Tierra a partir de su curvatura. Al mediodía del 21 de junio, el sol se halla exactamente en su cenit en Siena, que se encuentra en el Trópico de Cáncer. Pero, en el mismo instante, los rayos solares caen sobre Alejandría, algo más al Norte, formando un ángulo de 7,5º con la vertical y, por lo tanto, determina la expansión de sombra. Erastóstenes efectuó sus cálculos al conocer la distancia entre las dos ciudades y la longitud de la sombra en Alejandría.
Erastóstenes concluyó que la explicación debía de residir en que la superficie de la Tierra, al ser redonda, estaba siempre más lejos del Sol en unos puntos que en otros. Tomando por base la longitud de la sombra de Alejandría, el mediodía en el solsticio, la ya avanzada Geometría pudo responder a la pregunta relativa a la magnitud en que la superficie de la Tierra se curvaba en el trayecto de los 750 km entre Siena y Alejandría. A partir de este valor pudo calcularse la circunferencia y el diámetro de la Tierra, suponiendo que ésta tenía una forma esférica, hecho que los astrónomos griegos de entonces aceptaban sin vacilación.
Erastóstenes hizo los correspondientes cálculos (en unidades griegas) y, por lo que podemos juzgar, sus cifras fueron, aproximadamente, de 12.000 km para el diámetro y unos 40.000 para la circunferencia de la Tierra. Así, pues, aunque quizá por casualidad, el cálculo fue bastante correcto. Por desgracia, no prevaleció este valor para el tamaño de la Tierra. Aproximadamente 100 años a. de J.C., otro astrónomo griego, Posidonio de Apamea, repitió la experiencia de Erastóstenes, llegando a la muy distinta conclusión que la Tierra tenía una circunferencia aproximada de 29.000 km.
Este valor más pequeño fue el que aceptó Ptolomeo y, por tanto, el que se consideró válido durante los tiempos medievales. Colón aceptó también esta cifra y, así, creyó que un viaje de 3.000 millas hacia Occidente lo conduciría al Asia. Si hubiera conocido el tamaño real de la Tierra, tal vez no se habría aventurado. Finalmente, en 1521-1523, la flota de Magallanes, o, mejor dicho, el único barco que quedaba de ella- circunnavegó por primera vez la Tierra, lo cual permitió restablecer el valor correcto, calculado por Erastóstenes.
Basándose en el diámetro de la Tierra, Hiparco de Nicea, aproximadamente 150 años a. de J.C., calculó la distancia Tierra-Luna. Utilizó un método sugerido un siglo antes por Aristarco de Samos, el más osado de los astrónomos griegos, los cuales habían supuesto ya que los eclipses lunares eran debidos a que la Tierra se interponía entre el Sol y la Luna. Aristarco descubrió que la curva de la sombra de la Tierra al cruzar por delante de la Luna indicaba los tamaños relativos de la Tierra y la Luna. A partir de esto, los métodos geométricos ofrecían una forma para calcular la distancia a que se hallaba la Luna, en función del diámetro de la Tierra. Hiparco, repitiendo este trabajo, calculó que la distancia de la Luna a la Tierra era 30 veces el diámetro de ésta. Tomando la cifra de Erastóstenes, o sea, 12.000 km, para el diámetro de la Tierra, esto significa que la Luna debía de hallarse a unos 384.000 km de la Tierra. Como vemos, este cálculo es también bastante correcto.
Pero hallar la distancia que nos separa de la Luna fue todo cuanto pudo conseguir la Astronomía griega para resolver el problema de las dimensiones del Universo, por lo menos correctamente. Aristarco realizó también un heroico intento por determinar la distancia Tierra-Sol. El método geométrico que usó era absolutamente correcto en teoría, pero implicaba la medida de diferencias tan pequeñas en los ángulos que, sin el uso de los instrumentos modernos, resultó ineficaz para proporcionar un valor aceptable. Según esta medición, el Sol se hallaba unas 20 veces más alejado de nosotros que la Luna (cuando, en realidad, lo está unas 400 veces más). En lo tocante al tamaño del Sol, Aristarco dedujo, aunque sus cifras fueron también erróneas- que dicho tamaño debía de ser, por lo menos, unas 7 veces mayor que el de la Tierra, señalando a continuación que era ilógico suponer que el Sol, de tan grandes dimensiones, girase en tomo a nuestra pequeña Tierra, por lo cual decidió, al fin, que nuestro planeta giraba en tomo al Sol.
Por desgracia, nadie aceptó sus ideas. Posteriores astrónomos, empezando por Hiparco y acabando por Claudio Ptolomeo, emitieron toda clase de hipótesis acerca de los movimientos celestes, basándose siempre en la noción de una Tierra inmóvil en el centro del Universo, con la Luna a 384.000 km de distancia y otros cuerpos situados más allá de ésta, a una distancia indeterminada. Este esquema se mantuvo hasta 1543, año en que Nicolás Copérnico publicó su libro, el cual volvió a dar vigencia al punto de vista de Aristarco y destronó para siempre a la Tierra de su posición como centro de Universo.
El simple hecho que el Sol estuviera situado en el centro del Sistema Solar no ayudaba, por sí solo, a determinar la distancia a que se hallaban los planetas. Copérnico adoptó el valor griego aplicado a la distancia Tierra-Luna, pero no tenía la menor idea acerca de la distancia que nos separa del Sol. En 1650, el astrónomo belga Godefroy Wendelin, repitiendo las observaciones de Aristarco con instrumentos más exactos, llegó a la conclusión que el Sol no se encontraba a una distancia 20 veces superior a la de la Luna (lo cual equivaldría a unos 8 millones de kilómetros), sino 240 veces más alejado (esto es, unos 97 millones de kilómetros). Este valor era aún demasiado pequeño, aunque a fin de cuentas, se aproximaba más al correcto que el anterior.
Entretanto, en 1609 , el astrónomo alemán Johannes Kepler abría el camino hacia las determinaciones exactas de las distancias con su descubrimiento que las órbitas de los planetas eran elípticas, no circulares. Por vez primera era posible calcular con precisión órbitas planetarias y, además, trazar un mapa, a escala, del Sistema Solar. Es decir, podían representarse las distancias relativas y las formas de las órbitas de todos los cuerpos conocidos en el Sistema. Esto significaba que si podía determinarse la distancia, en kilómetros, entre dos cuerpos cualesquiera del Sistema, también podrían serlo las otras distancias. Por tanto, la distancia al Sol no precisaba ser calculada de forma directa, como habían intentado hacerlo Aristarco y Wendelin. Se podía conseguir mediante la determinación de la distancia de un cuerpo más próximo, como Marte o Venus, fuera del sistema Tierra-Luna.
Un método que permite calcular las distancias cósmicas implica el uso del paralaje. Es fácil ilustrar lo que significa este término. Mantengamos un dedo a unos 8 cm de nuestros ojos, y observémoslo primero con el ojo izquierdo y luego con el derecho. Con el izquierdo lo veremos en una posición, y con el derecho, en otra. El dedo se habrá desplazado de su posición respecto al fondo y al ojo con que se mire, porque habremos modificado nuestro punto de vista. Y si se repite este procedimiento colocando el dedo algo más lejos, digamos con el brazo extendido. el dedo volverá a desplazarse sobre el fondo, aunque ahora no tanto. Así, la magnitud del desplazamiento puede aplicarse en cada caso para determinar la distancia dedo-ojo.
Por supuesto que para un objeto colocado a 15 m, el desplazamiento en la posición, según se observe con un ojo u otro, empezará ya a ser demasiado pequeño como para poderlo medir; entonces necesitamos una «línea de referencia» más amplia que la distancia existente entre ambos ojos. Pero todo cuanto hemos de hacer para ampliar el cambio en el punto de vista es mirar el objeto desde un lugar determinado, luego mover éste unos 6 m hacia la derecha y volver a mirar el objeto. Entonces el paralaje será lo suficientemente grande como para poderse medir fácilmente y determinar la distancia. Los agrimensores recurren precisamente a este método para determinar la distancia a través de una corriente de agua o de un barranco.
El mismo método puede utilizarse para medir la distancia Tierra-Luna, y aquí las estrellas desempeñan el papel de fondo. Vista desde un observatorio en California, por ejemplo, la Luna se hallará en una determinada posición respecto a las estrellas. Pero si la vemos en el mismo momento desde un observatorio en Inglaterra, ocupará una posición ligeramente distinta. Este cambio en la posición, así como la distancia conocida entre los dos observatorios, una línea recta a través de la Tierra- permite calcular los kilómetros que nos separan de la Luna. Por supuesto que podemos aumentar la línea base haciendo observaciones en puntos totalmente opuestos de la Tierra; en este caso, la longitud de la línea base es de unos 12.000 km. El ángulo resultante de paralaje, dividido por 2, se denomina «paralaje egocéntrico».
El desplazamiento en la posición de un cuerpo celeste se mide en grados o subunidades de grado, minutos o segundos. Un grado es la 1/360 parte del circulo celeste; cada grado se divide en 60 minutos de arco, y cada minuto, en 60 segundos de arco. Por tanto, un minuto de arco es 1/(360 x 60) o 1/21.600 de la circunferencia celeste, mientras que un segundo de arco es 1/(21.600 x 60) o 1/1.296.000 de la misma circunferencia.
Con ayuda de la Trigonometría, Claudio Ptolomeo fue capaz de medir la distancia que separa a la Tierra de la Luna a partir de su paralaje, y su resultado concuerda con el valor obtenido previamente por Hiparco. Dedujo que el paralaje geocéntrico de la Luna es de 57 minutos de arco (aproximadamente, 1 grado); el desplazamiento es casi igual al espesor de una moneda de 10 céntimos vista a la distancia de 1,5 m. Éste es fácil de medir, incluso a simple vista. Pero cuando medía el paralaje del Sol o de un planeta, los ángulos implicados eran demasiado pequeños. En tales circunstancias sólo podía llegarse a la conclusión que los otros cuerpos celestes se hallaban situados mucho más lejos que la Luna. Pero nadie podía decir cuánto.
Por sí sola, la Trigonometría no podía dar la respuesta, pese al gran impulso que le habían dado los árabes durante la Edad Media y los matemáticos europeos durante el siglo XVI. Pero la medición de ángulos de paralaje pequeños fue posible gracias a la invención del telescopio, que Galileo fue el primero en construir y que apuntó hacia el cielo en 1609, después de haber tenido noticias de la existencia de un tubo amplificador que había sido construido unos meses antes por un holandés fabricante de lentes.
En 1673, el método del paralaje dejó de aplicarse exclusivamente a la Luna, cuando el astrónomo francés, de origen italiano, Jean-Dominique Cassini, obtuvo el paralaje de Marte. En el mismo momento en que determinaba la posición de este planeta respecto a las estrellas, el astrónomo francés Jean Richer, en la Guinea francesa, hacía idéntica observación. Combinando ambas informaciones, Cassini determinó el paralaje y calculó la escala del Sistema Solar. Así obtuvo un valor de 136 millones de kilómetros para la distancia del Sol a la Tierra, valor que, como vemos, era, en números redondos, un 7 % menor que el actualmente admitido.
Desde entonces se han medido, con creciente exactitud, diversos paralajes en el Sistema Solar. En 1931 se elaboró un vasto proyecto internacional cuyo objeto era el de obtener el paralaje de un pequeño planetoide llamado Eros, que en aquel tiempo estaba más próximo a la Tierra que cualquier otro cuerpo celeste, salvo la Luna. En aquella ocasión, Eros mostraba un gran paralaje, que pudo ser medido con notable precisión, y, con ello, la escala del Sistema Solar se determinó con mayor exactitud de lo que lo había sido hasta entonces.
Gracias a estos cálculos, y con ayuda de métodos más exactos aún que los del paralaje, hoy sabemos la distancia que hay del Sol a la Tierra, la cual es de 150.000.000 de kilómetros, distancia que varía más o menos, teniendo en cuenta que la órbita de la Tierra es elíptica.
Esta distancia media se denomina «unidad astronómica» (U.A.), que se aplica también a otras distancias dentro del Sistema Solar. Por ejemplo, Saturno parece hallarse, por término medio, a unos 1.427 millones de kilómetros del sol, 6,15 U.A. A medida que se descubrieron los planetas más lejanos, Urano, Neptuno y Plutón, aumentaron sucesivamente los límites del Sistema Solar. El diámetro extremo de la órbita de Plutón es de 11.745 millones de kilómetros, o 120 U.A. y se conocen algunos cometas que se alejan a mayores distancias aún del Sol.
Hacia 1830 se sabía ya que el Sistema Solar se extendía miles de millones de kilómetros en el espacio, aunque, por supuesto, éste no era el tamaño total del Universo. Quedaban aún las estrellas.
Los astrónomos consideraban como un hecho cierto que las estrellas se hallaban diseminadas por el espacio, y que algunas estaban más próximas que otras, lo cual deducían del simple hecho que algunas de ellas eran más brillantes que otras. Esto significaría que las estrellas más cercanas mostrarían cierto paralaje al ser comparadas con las más remotas. Sin embargo, no pudo obtenerse tal paralaje. Aún cuando los astrónomos utilizaron como línea de referencia el diámetro completo de la órbita terrestre alrededor del Sol (299 millones de kilómetros), observando las estrellas desde los extremos opuestos de dicha órbita a intervalos de medio año, no pudieron encontrar paralaje alguno. Como es natural, esto significaba que aún las estrellas más próximas se hallaban a enormes distancias. Cuando se fue descubriendo que los telescopios, pese a su progresiva perfección, no lograban mostrar ningún paralaje estelar, la distancia estimada de las estrellas tuvo que aumentarse cada vez más. El hecho que fueran bien visibles, aún a las inmensas distancias a las que debían de hallarse, indicaba, obviamente, que debían de ser enormes esferas de llamas, similares a nuestro Sol.
Pero los telescopios y otros instrumentos siguieron perfeccionándose. En 1830, el astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel empleó un aparato recientemente inventado, al que se dio el nombre de «heliómetro» («medidor del Sol») por haber sido ideado para medir con gran precisión el diámetro del Sol. Por supuesto que podía utilizarse también para medir otras distancias en el firmamento, y Bessel lo empleó para calcular la distancia entre dos estrellas. Anotando cada mes los cambios producidos en esta distancia, logró finalmente medir el paralaje de una estrella. Eligió una pequeña de la constelación del Cisne, llamada 61 del Cisne, y la escogió porque mostraba, con los años, un desplazamiento inusitadamente grande en su posición, comparada con el fondo de las otras estrellas, lo cual podía significar sólo que se hallaba más cerca que las otras. (Este movimiento constante, aunque muy lento- a través del firmamento, llamado «movimiento propio», no debe confundirse con el desplazamiento, hacIa delante y atrás, respecto al fondo, que indica el paralaje.) Bessel estableció las sucesivas posiciones de la 61 del Cisne contra las estrellas vecinas «fijas» (seguramente, mucho más distantes) y prosiguió sus observaciones durante más de un año. En 1838 informó que la 61 del Cisne tenía un paralaje de 0,31 segundos de arco, ¡el espesor de una moneda de 2 reales vista a una distancia de 16 km!-. Este paralaje, observado con el diámetro de la órbita de la Tierra como línea de base, significaba que la 61 del Cisne se hallaba alejada de nuestro planeta 103 billones de km (103.000.000.000.000). Es decir, 9.000 veces la anchura de nuestro Sistema Solar. Así, comparado con la distancia que nos separa incluso de las estrellas más próximas, nuestro Sistema Solar se empequeñece hasta reducirse a un punto insignificante en el espacio.
Debido a que las distancias en billones de kilómetros son inadecuadas para trabajar con ellas, los astrónomos redujeron las cifras, expresando las distancias en términos de la velocidad de la luz (300.000 km/seg). En un año, la luz recorre más de 9 billones de kilómetros. Por tanto esta distancia se denomina «año luz». Expresada en esta unidad, la 61 del Cisne se hallaría, aproximadamente, a 11 años luz de distancia.
Dos meses después del éxito de Bessel, ¡margen tristemente corto para perder el honor de haber sido el primero!, el astrónomo británico Thomas Henderson informó sobre la distancia que nos separa de la estrella Alfa de Centauro. Esta estrella, situada en los cielos del Sur y no visible desde los Estados Unidos ni desde Europa, es la tercera del firmamento por su brillo. Se puso de manifiesto que la Alfa de Centauro tenia un paralaje de 0,75 segundos de arco, o sea, más de dos veces el de la 61 del Cisne. Por tanto, Alfa de Centauro se hallaba mucho más cerca de nosotros. En realidad, dista sólo 4,3 años luz del Sistema Solar y es nuestro vecino estelar más próximo. Actualmente no es una estrella simple, sino un conjunto de tres.
En 1840, el astrónomo ruso, de origen alemán, Friedrich Wilhelm von Struve comunicó haber obtenido el paralaje de Vega, la cuarta estrella más brillante del firmamento. Su determinación fue, en parte, errónea, lo cual es totalmente comprensible dado que el paralaje de Vega es muy pequeño y se hallaba mucho más lejos (27 años luz).
Hacia 1900 se había determinado ya la distancia de unas 70 estrellas por el método del paralaje (y, hacia 1950, de unas 6.000). Unos 100 años luz es, aproximadamente, el límite de la distancia que puede medirse con exactitud, incluso con los mejores instrumentos. Y, sin embargo, más allá existen aún incontables estrellas, a distancias increíblemente mayores.
Paralaje de una estrella, medido a partir de puntos opuestos en la órbita de la Tierra alrededor del Sol.
A simple vista podemos distinguir unas 6.000 estrellas. La invención del telescopio puso claramente de manifiesto que tal cantidad era sólo una visión fragmentaria del Universo. Cuando Galileo, en 1609 , enfocó su telescopio hacia los cielos, no sólo descubrió nuevas estrellas antes invisibles, sino que, al observar la Vía Láctea, recibió una profunda impresión. A simple vista, la Vía Láctea es, sencillamente, una banda nebulosa de luz. El telescopio de Galileo reveló que esta banda nebulosa estaba formada por miríadas de estrellas, tan numerosas como los granos de polvo en el talco.
El primer hombre que intentó sacar alguna conclusión lógica de este descubrimiento fue el astrónomo inglés, de origen alemán William Herschel.
En 1785, Herschel sugirió que las estrellas se hallaban dispuestas de forma lenticular en el firmamento. Si contemplamos la Vía Láctea, vemos un enorme número de estrellas; pero cuando miramos el cielo en ángulos rectos a esta rueda, divisamos relativamente menor número de ellas. Herschel dedujo de ello que los cuerpos celestes formaban un sistema achatado, con el eje longitudinal en dirección a la Vía Láctea. Hoy sabemos que, dentro de ciertos limites, esta idea es correcta, y llamamos a nuestro sistema estelar Galaxia, otro término utilizado para designar la Vía Láctea (galaxia, en griego, significa «leche»).
Herschel intentó valorar el tamaño de la Galaxia. Empezó por suponer que todas las estrellas tenían, aproximadamente, el mismo brillo intrínseco, por lo cual podría deducirse la distancia relativa de cada una a partir de su brillo. (De acuerdo con una ley bien conocida, la intensidad del brillo disminuye con el cuadrado de la distancia, de tal modo que si la estrella A tiene la novena parte del brillo de la estrella B, debe hallarse tres veces más lejos que la B.)
El recuento de muestras de estrellas en diferentes puntos de la Vía Láctea permitió a Herschel estimar que debían de existir unos 100 millones de estrellas en toda la Galaxia. Y por los valores de su brillo decidió que el diámetro de la Galaxia era de unas 850 veces la distancia a la brillante estrella Sirio, mientras que su espesor correspondía a 155 veces aquella distancia.
Hoy sabemos que la distancia que nos separa de Sirio es de 8,8 años luz, de tal modo que, según los cálculos de Herschel, la Galaxia tendría unos 7.500 años luz de diámetro y 1.300 años luz de espesor. Esto resultó ser demasiado conservador. Sin embargo, al igual que la medida súper conservadora de Aristarco de la distancia que nos separa del Sol, supuso un paso dado en la dirección correcta. (Además, Herschel utilizó sus estadísticas para demostrar que el Sol se movía a una velocidad de 19 km/seg hacia la constelación de Hércules. Después de todo, el Sol se movía, pero no como habían supuesto los griegos.)
A partir de 1906, el astrónomo holandés Jacobo Cornelio Kapteyn efectuó otro estudio de la Vía Láctea. Tenía a su disposición fotografías y conocía la verdadera distancia de las estrellas más próximas, de modo que podía hacer un cálculo más exacto que Herschel. Kapteyn decidió que las dimensiones de la Galaxia eran de 2.000 años luz por 6.000. Así, el modelo de Kapteyn de la Galaxia era 4 veces más ancho y 5 veces más denso que el de Herschel. Sin embargo, aún resultaba demasiado conservador.
En resumen, hacia 1900 la situación respecto a las distancias estelares era la misma que, respecto a las planetarias, en 1700. En este último año se sabía ya la distancia que nos separa de la Luna, pero sólo podían sospecharse las distancias hasta los planetas más lejanos. En 1900 se conocía la distancia de las estrellas más próximas, pero sólo podía conjeturarse la que existía hasta las estrellas más remotas.
El siguiente paso importante hacia delante fue el descubrimiento de un nuevo patrón de medida, ciertas estrellas variables cuyo brillo oscilaba. Esta parte de la Historia empieza con una estrella, muy brillante, llamada Delta de Cefeo, en la constelación de Cefeo. Un detenido estudio reveló que el brillo de dicha estrella variaba en forma cíclica: se iniciaba con una fase de menor brillo, el cual se duplicaba rápidamente, para atenuarse luego de nuevo lentamente, hasta llegar a su punto menor. Esto ocurría una y otra vez con gran regularidad. Los astrónomos descubrieron luego otra serie de estrellas en las que se observaba el mismo brillo cíclico, por lo cual, en honor de la Delta de Cefeo, fueron bautizadas con el nombre de «cefeidas variables» o, simplemente, «cefeidas».
Los períodos de las cefeidas, o sea, los intervalos de tiempo transcurridos entre los momentos de menor brillo- oscilan entre menos de un día y unos dos meses como máximo. Las más cercanas a nuestro Sol parecen tener un período de una semana aproximadamente. El período de la Delta de Cefeo es de 5,3 días, mientras que el de la cefeida más próxima (nada menos que la Estrella Polar) es de 4 días. Sin embargo, la Estrella Polar varía sólo muy ligeramente en su luminosidad; no lo hace con la suficiente intensidad como para que pueda apreciarse a simple vista.
La importancia de las cefeidas para los astrónomos radica en su brillo, punto éste que requiere cierta digresión.
Desde Hiparco, el mayor o menor brillo de las estrellas se llama «magnitud». Cuanto más brillante es un astro, menor es su magnitud. Se dice que las 20 estrellas más brillantes son de «primera magnitud». Otras menos brillantes son de «segunda magnitud». Siguen luego las de tercera, cuarta y quinta magnitud, hasta llegar a las de menor brillo, que apenas son visibles, y que se llaman de «sexta magnitud».
En tiempos modernos, en 1856, para ser exactos, la noción de Hiparco fue cuantificada por el astrónomo inglés Norman Robert Pogson, el cual demostró que la estrella media de primera magnitud era, aproximadamente, unas 100 veces más brillante que la estrella media de sexta magnitud. Si se considera este intervalo de 5 magnitudes como un coeficiente de la centésima parte de brillo, el coeficiente para una magnitud sería de 2,512. Una estrella de magnitud 4 es de 2,512 veces más brillante que una de magnitud 5, y 2,512 x 2,512, o sea, aproximadamente 6,3 veces más brillante que una estrella de sexta magnitud.
Entre las estrellas, la 61 del Cisne tiene escaso brillo, y su magnitud es de 5,0 (los métodos astronómicos modernos permiten fijar las magnitudes hasta la décima e incluso hasta la centésima en algunos casos). Capella es una estrella brillante, de magnitud 0,9; Alta de Centauro, más brillante, tiene una magnitud de 0,1. Los brillos todavía mayores se llaman de magnitud 0, e incluso se recurre a los números negativos para representar brillos extremos. Por ejemplo, Sirio, la estrella más brillante del cielo, tiene una magnitud de, 1,6. La del planeta Venus es de, 6; la de la Luna llena, de, 12; la del Sol, de, 26.
Éstas son las «magnitudes aparentes» de las estrellas, tal como las vemos, no sus luminosidades absolutas, independientes de la distancia-. Pero si conocemos la distancia de una estrella y su magnitud aparente, podemos calcular su verdadera luminosidad. Los astrónomos basaron la escala de las «magnitudes absolutas» en el brillo a una distancia tipo, que ha sido establecido en 10 «pársecs», o 32,6 años luz. (El «pársec» es la distancia a la que una estrella mostraría un paralaje de menos de 1 segundo de arco; corresponde a algo más de 28 billones de kilómetros, o 3,26 años luz.)
Aunque el brillo de Capella es menor que el de la Alfa de Centauro y Sirio, en realidad es un emisor mucho más poderoso de luz que cualquiera de ellas. Simplemente ocurre que está situada mucho más lejos. Si todas ellas estuvieran a la distancia tipo, Capella sería la más brillante de las tres. En efecto, ésta tiene una magnitud absoluta de –0,1; Sirio, de 1,3, y Alfa de Centauro, de 4,8. Nuestro Sol es tan brillante como la Alfa de Centauro, con una magnitud absoluta de 4,86. Es una estrella corriente de tamaño mediano.
Pero volvamos a las cefeidas. En 1912, Miss Henrietta Leavitt, astrónomo del Observatorio de Harvard, estudió la más pequeña de las Nubes de Magallanes, dos inmensos sistemas estelares del hemisferio Sur, llamadas así en honor de Fernando de Magallanes, que fue el primero en observarlas durante su viaje alrededor del mundo-. Entre las estrellas de la Nube de Magallanes Menor, Miss Leavitt detectó un total de 25 cefeidas. Registró el período de variación de cada una y, con gran sorpresa, comprobó que cuanto mayor era el período, más brillante era la estrella.
Esto no se observaba en las cefeidas variables más próximas a nosotros.
¿Por qué ocurría en la Nube de Magallanes Menor? En nuestras cercanías conocemos sólo las magnitudes aparentes de las cefeidas, pero no sabemos las distancias a que se hallan ni su brillo absoluto, y, por tanto, no disponemos de una escala para relacionar el período de una estrella con su brillo. Pero en la Nube de Magallanes Menor ocurre como si todas las estrellas estuvieran aproximadamente a la misma distancia de nosotros, debido a que la propia nebulosa se halla muy distante. Esto puede compararse con el caso de una persona que, en Nueva York, intentara calcular su distancia respecto a cada una de las personas que se hallan en Chicago; llegaría a la conclusión que todos los habitantes de Chicago se hallan, aproximadamente, a la misma distancia de él, pues ¿qué importancia puede tener una diferencia de unos cuantos kilómetros en una distancia total de millares? De manera semejante, una estrella observada en el extremo más lejano de la nebulosa, no se halla significativamente más lejos de nosotros que otra vista en el extremo más próximo.
Podríamos tomar la magnitud aparente de todas las estrellas de la Nube de Magallanes Menor que se hallan aproximadamente a la misma distancia de nosotros, como una medida de su magnitud absoluta comparativa. Así, Miss Leavitt pudo considerar verdadera la relación que había apreciado, o sea, que el período de las cefeidas variables aumentaba progresivamente al hacerlo su magnitud absoluta. De esta manera logró establecer una «curva de período-luminosidad», gráfica que mostraba el período que debía tener una cefeida de cualquier magnitud absoluta y, a la inversa, qué magnitud absoluta debía tener una cefeida de un período dado.
Si las cefeidas se comportaban en cualquier lugar del Universo como lo hacían en la Nube de Magallanes Menor (suposición razonable), los astrónomos podrían disponer de una escala relativa para medir las distancias, siempre que las cefeidas pudieran ser detectadas con los telescopios más potentes. Si se descubrían dos cefeidas que tuvieran idénticos períodos, podría suponerse que ambas tenían la misma magnitud absoluta. Si la cefeida A se mostraba 4 veces más brillante que la B, esto significaría que esta última se hallaba dos veces más lejos de nosotros. De este modo podrían señalarse, sobre un mapa a escala, las distancias relativas de todas las cefeidas observables. Ahora bien, si pudiera determinarse la distancia real de una tan sólo de las cefeidas, podrían calcularse las distancias de todas las restantes.
Por desgracia, incluso la cefeida más próxima, la Estrella Polar, dista de nosotros cientos de años luz, es decir, se encuentra a una distancia demasiado grande como para ser medida por paralaje. Pero los astrónomos han utilizado también métodos menos directos. Un dato de bastante utilidad era el movimiento propio: por término medio, cuanto más lejos de nosotros está una estrella, tanto menor es su movimiento propio. (Recuérdese que Bessel indicó que la 61 del Cisne se hallaba relativamente cercana, debido a su considerable movimiento propio.) Se recurrió a una serie de métodos para determinar los movimientos propios de grupos de estrellas y se aplicaron métodos estadísticos. El procedimiento era complicado, pero los resultados proporcionaron las distancias aproximadas de diversos grupos de estrellas que contenían cefeidas. A partir de las distancias y magnitudes aparentes de estas cefeidas, se determinaron sus magnitudes absolutas, y éstas pudieron compararse con los períodos.
En 1913, el astrónomo danés Ejnar Hertzsprung comprobó que una cefeida de magnitud absoluta, 2.3 tenía un periodo de 6.6 días. A partir de este dato, y utilizando la curva de luminosidad-período de Miss Leavitt, pudo determinarse la magnitud absoluta de cualquier cefeida. (Incidentalmente se puso de manifiesto que las cefeidas solían ser estrellas grandes, brillantes, mucho más luminosas que nuestro Sol, Las variaciones en su brillo probablemente eran el resultado de su titileo.
En efecto, las estrellas parecían expansionarse y contraerse de una manera incesante, como si estuvieran inspirando y espirando poderosamente. )
Pocos años más tarde, el astrónomo americano Harlow Shapley repitió el trabajo y llegó a la conclusión que una cefeida de magnitud absoluta, 2.3 tenía un período de 5.96 días. Los valores concordaban lo suficiente como para permitir que los astrónomos siguieran adelante. Ya tenían su patrón de medida.
En 1918, Shapley empezó a observar las cefeidas de nuestra Galaxia, al objeto de determinar con su nuevo método el tamaño de ésta. Concentró su atención en las cefeidas descubiertas en los grupos de estrellas llamados «cúmulos globulares», agregados esféricos, muy densos, de decenas de miles a decenas de millones de estrellas, con diámetros del orden de los 100 años luz.
Estos agregados, cuya naturaleza descubrió por vez primera Herschel un siglo antes- presentaban un medio ambiente astronómico distinto por completo del que existía en nuestra vecindad en el espacio. En el centro de los cúmulos más grandes, las estrellas se hallaban apretadamente dispuestas, con una densidad de 500/10 pársecs, a diferencia de la densidad observada en nuestra vecindad, que es de 1/10 pársec. En tales condiciones, la luz de las estrellas representa una intensidad luminosa mucho mayor que la luz de la Luna sobre la Tierra, y, así, un planeta situado en el centro de un cúmulo de este tipo no conocería la noche.
Hay aproximadamente un centenar de cúmulos globulares conocidos en nuestra galaxia, y tal vez haya otros tantos que aún no han sido detectados. Shapley calculó la distancia a que se hallaban de nosotros los diversos cúmulos globulares, y sus resultados fueron de 20.000 a 200.000 años luz. (El cúmulo más cercano, al igual que la estrella más próxima, se halla en la constelación de Centauro. Es observable a simple vista como un objeto similar a una estrella, el Omega de Centauro. El más distante, el NGC 2419, se halla tan lejos de nosotros que apenas puede considerarse como un miembro de la Galaxia.)
Shapley observó que los cúmulos estaban distribuidos en el interior de una gran esfera, que el plano de la Vía Láctea cortaba por la mitad; rodeaban una porción del cuerpo principal de la Galaxia, formando un halo. Shapley llegó a la suposición natural que rodeaban el centro de la Galaxia. Sus cálculos situaron el punto central de este halo de agregados globulares en el seno de la Vía Láctea, hacia la constelación de Sagitario, y a unos 50.000 años luz de nosotros. Esto significaba que nuestro Sistema Solar, en vez de hallarse en el centro de la Galaxia, como habían supuesto Herschel y Kapteyn, estaba situado a considerable distancia de éste, en uno de sus márgenes.
El modelo de Shapley imaginaba la Galaxia como una lente gigantesca de unos 300.000 años luz de diámetro. Esta vez se había valorado en exceso su tamaño, como se demostró poco después con otro método de medida.
Partiendo del hecho que la Galaxia tiene una forma lenticular, los astrónomos, desde William Herschel en adelante- supusieron que giraba en el espacio. En 1926, el astrónomo holandés Jan Oort intentó medir esta rotación. Ya que la Galaxia no es un objeto sólido, sino que está compuesto por numerosas estrellas individuales, no es de esperar que gire como lo haría una rueda. Por el contrario, las estrellas cercanas al centro gravitatorio del disco girarán en torno a él con mayor rapidez que las que estén más alejadas (al igual que los planetas más próximos al Sol describen unas órbitas más rápidas). Esto significaría que las estrellas situadas hacia el centro de la Galaxia (es decir, en dirección a Sagitario) girarían por delante de nuestro Sol, mientras que las más alejadas del centro (En dirección a la constelación de Géminis) se situarían detrás de nosotros en su movimiento giratorio. Y cuanto más alejada estuviera una estrella de nosotros, mayor sería esta diferencia de velocidad.
Basándose en estas suposiciones fue posible calcular la velocidad de rotación, alrededor del centro galáctico, a partir de los movimientos relativos de las estrellas. Se puso de manifiesto que el Sol y las estrellas próximas viajan a unos 225 km por segundo respecto al centro de la Galaxia y llevan a cabo una revolución completa en torno a dicho centro en unos 200 millones de años. (El Sol describe una órbita casi circular, mientras que algunas estrellas, tales como Arturo, lo hacen más bien de forma elíptica. El hecho que las diversas estrellas no describan órbitas perfectamente paralelas, explica el desplazamiento relativo del Sol hacia la constelación de Hércules.)
Una vez obtenido un valor para la velocidad de rotación, los astrónomos estuvieron en condiciones de calcular la intensidad del campo gravitatorio del centro de la Galaxia, y, por tanto, su masa. El centro de la Galaxia (que encierra la mayor parte de la masa de ésta) resultó tener una masa 100 mil millones de veces mayor que nuestro Sol. Ya que éste es una estrella de masa media, nuestra Galaxia contendría, por tanto, unos 100 a 200 mil millones de estrellas (o sea, más de 2.000 veces el valor calculado por Herschel).
También era posible, a partir de la curvatura de las órbitas de las estrellas en movimiento rotatorio, situar la posición del centro en torno al cual giran. De este modo se ha confirmado que el centro de la Galaxia está localizado en dirección a Sagitario, tal como comprobó Shapley, pero sólo a 27.000 años luz de nosotros, y el diámetro total de la Galaxia resulta ser de 100.000 años luz, en vez de los 300.000 calculados por dicho astrónomo. En este nuevo modelo, que ahora se considera como correcto, el espesor del disco es de unos 2.000 años luz en el centro, espesor que se reduce notablemente en los márgenes: a nivel de nuestro Sol, que está situado a los dos tercios de la distancia hasta el margen extremo, el espesor del disco aparece, aproximadamente, como de 3.000 años luz. Pero esto sólo pueden ser cifras aproximadas, debido a que la Galaxia no tiene límites claramente definidos.
Si el Sol está situado tan cerca del borde de la Galaxia, ¿por qué la Vía Láctea no nos parece mucho más brillante en su parte central que en la dirección opuesta, hacia los bordes? Mirando hacia Sagitario, es decir, observando el cuerpo principal de la Galaxia, contemplamos unos 100 mil millones de estrellas, en tanto que en el margen se encuentran sólo unos cuantos millones de ellas, ampliamente distribuidas. Sin embargo, en cualquiera de ambas direcciones, la Vía Láctea parece tener casi el mismo brillo. La respuesta a esta contradicción parece estar en el hecho que inmensas nubes de polvo nos ocultan gran parte del centro de la Galaxia. Aproximadamente la mitad de la masa de los márgenes puede estar compuesta por tales nubes de polvo y gas. Quizá no veamos más de la 1/10.000 parte, como máximo, de la luz del centro de la Galaxia.
Esto explica por qué Herschel y otros, entre los primeros astrónomos que la estudiaron, cayeron en el error de considerar que nuestro Sistema Solar se hallaba en el centro de la Galaxia, y parece explicar también por qué Shapley sobrevaloró inicialmente su tamaño. Algunos de los agregados que estudió estaban oscurecidos por el polvo interpuesto entre ellos y el observador, por lo cual las cefeidas contenidas en los agregados aparecían amortiguadas y, en consecuencia, daban la sensación de hallarse más lejos de lo que estaban en realidad.
Ya antes que se hubieran determinado las dimensiones y la masa de nuestra Galaxia, las cefeidas variables de las Nubes de Magallanes (en las cuales Miss Leavitt realizó el crucial descubrimiento de la curva de luminosidad-período) fueron utilizadas para determinar la distancia que nos separaba de tales Nubes. Resultaron hallarse a más de 100.000 años luz de nosotros. Las cifras modernas más exactas sitúan a la Nube de Magallanes Mayor a unos 150.000 años luz de distancia, y la Menor, a unos 170.000 años luz. La Nube Mayor tiene un diámetro no superior a la mitad del tamaño de nuestra Galaxia, mientras que el de la Menor es la quinta parte de dicha Galaxia. Además, parecen tener una menor densidad de estrellas. La Mayor tiene cinco mil millones de estrellas (sólo la 1/20 parte o menos de las contenidas en nuestra Galaxia), mientras que la Menor tiene sólo 1,5 miles de millones.
Éste era el estado de nuestros conocimientos hacia los comienzos de 1920. El Universo conocido tenía un diámetro inferior a 200.000 años luz y constaba de nuestra Galaxia y sus dos vecinos. Luego surgió la cuestión de si existía algo más allá.
Resultaban sospechosas ciertas pequeñas manchas de niebla luminosa, llamadas nebulosas (de la voz griega para designar la «nube»), que desde hacía tiempo hablan observado los astrónomos. Hacia el 1800, el astrónomo francés Charles Messier había catalogado 103 de ellas (muchas se conocen todavía por los números que él les asignó, precedidas por la letra «M», de Messier).
Estas manchas nebulosas, ¿eran simplemente nubes, como indicaba su apariencia? Algunas, tales como la nebulosa de Orión (descubierta en 1656 por el astrónomo holandés Christian Huygens), parecían en realidad ser sólo eso. Una nube de gas o polvo, de masa igual a unos 500 soles del tamaño del nuestro, e iluminada por estrellas nebulosas que se movían en su interior. Otras resultaron ser cúmulos globulares, enormes agregados- de estrellas.
Pero seguía habiendo manchas nebulosas brillantes que parecían no contener ninguna estrella. En tal caso, ¿por qué eran luminosas? En 1845, el astrónomo británico William Parsons (tercer conde de Rosse), utilizando un telescopio de 72 pulgadas, a cuya construcción dedicó buena parte de su vida, comprobó que algunas de tales nebulosas tenían una estructura en espiral, por lo que se denominaron «nebulosas espirales». Sin embargo, esto no ayudaba a explicar la fuente de su luminosidad.
La más espectacular de estas nebulosas, llamada M-31, o Nebulosa de Andrómeda (debido a que se encuentra en la constelación homónima), la estudió por vez primera, en 1612, el astrónomo alemán Simon Marius. Es un cuerpo luminoso tenue, ovalado y alargado, que tiene aproximadamente la mitad del tamaño de la Luna llena. ¿Estaría constituida por estrellas tan distantes, que no se pudieran llegar a identificar, ni siquiera con los telescopios más potentes? Si fuera así, la Nebulosa de Andrómeda debería de hallarse a una distancia increíble y, al mismo tiempo, tener enormes dimensiones para ser visible a tal distancia. (Ya en 1755, el filósofo alemán Immanuel Kant había especulado sobre la existencia de tales acumulaciones de estrellas lejanas, que denominó «universos-islas».)
En 1924, el astrónomo americano Edwin Powell Hubble dirigió hacia la Nebulosa de Andrómeda el nuevo telescopio de 100 pulgadas instalado en el Monte Wilson, California. El nuevo y poderoso instrumento permitió comprobar que porciones del borde externo de la nebulosa eran estrellas individuales. Esto reveló definitivamente que la Nebulosa de Andrómeda, o al menos parte de ella, se asemejaba a la Vía Láctea, y que quizá pudiera haber algo de cierto en la idea kantiana de los «universos-islas».
Entre las estrellas situadas en el borde de la Nebulosa de Andrómeda había cefeidas variables. Con estos patrones de medida se determinó que la Nebulosa se hallaba, aproximadamente, a un millón de años luz de distancia. Así, pues, la Nebulosa de Andrómeda se encontraba lejos, muy lejos de nuestra Galaxia. A partir de su distancia, su tamaño aparente reveló que debía de ser un gigantesco conglomerado de estrellas, el cual rivalizaba casi con nuestra propia Galaxia.
Otras nebulosas resultaron ser también agrupaciones de estrellas, más distantes aún que la Nebulosa de Andrómeda. Estas «nebulosas extragalácticas» fueron reconocidas en su totalidad como galaxias, nuevos universos que reducen el nuestro a uno de los muchos en el espacio. De nuevo se había dilatado el Universo. Era más grande que nunca. Se trataba no sólo de cientos de miles de años luz, sino, quizá, de centenares de millones.
Hacia la década iniciada con el 1930, los astrónomos se vieron enfrentados con varios problemas, al parecer insolubles, relativos a estas galaxias. Por un lado, y partiendo de las distancias supuestas, todas las galaxias parecían ser mucho más pequeñas que la nuestra. Así, vivíamos en la galaxia mayor del Universo. Por otro lado, las acumulaciones globulares que rodeaban a la galaxia de Andrómeda parecían ser sólo la mitad o un tercio menos luminosas que las de nuestra Galaxia. (Andrómeda es, poco más o menos, tan rica como nuestra Galaxia en agregados globulares, y éstos se hallan dispuestos esféricamente en torno al centro de la misma. Esto parece demostrar que era razonable la suposición de Shapley, según la cual las acumulaciones de nuestra galaxia estaban colocadas de la misma manera. Algunas galaxias son sorprendentemente ricas en acumulaciones globulares. La M-87, de Virgo, posee, al menos, un millar.)
Un modelo de nuestra Galaxia, visto de lado. En torno a la porción central de la Galaxia se encuentran conglomerados globulares. Se indica la posición de nuestro Sol con un signo +.
El hecho más incongruente era que las distancias de las galaxias parecían implicar que el Universo tenía una antigüedad de sólo unos 2 mil millones de años (por razones que veremos más adelante, en este mismo capítulo). Esto era sorprendente, ya que los geólogos consideraban que la Tierra era aún más vieja, basándose en lo que se consideraba como una prueba incontrovertible.
La posibilidad de una respuesta se perfiló durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el astrónomo americano, de origen alemán, Walter Baade, descubrió que era erróneo el patrón con el que se medían las distancias de las Galaxias.
En 1942 fue provechoso para Baade el hecho que se apagaron las luces de Los Ángeles durante la guerra, lo cual hizo más nítido el cielo nocturno en el Monte Wilson y permitió un detenido estudio de la galaxia de Andrómeda con el telescopio Hooker de 100 pulgadas, (llamado así en honor de John B. Hooker, quien financió su construcción.) Al mejorar la visibilidad pudo distinguir algunas de las estrellas en las regiones más internas de la galaxia. Inmediatamente apreció algunas diferencias llamativas entre estas estrellas y las que se hallaban en las capas externas de la galaxia. Las estrellas más luminosas del interior eran rojizas, mientras que las de las capas externas eran azuladas. Además, los gigantes rojos del interior no eran tan brillantes como los gigantes azules de las capas externas; estos últimos tenían hasta 100.000 veces la luminosidad de nuestro Sol, mientras que los del interior poseían sólo unas 1.000 veces aquella luminosidad. Finalmente, las capas externas, donde se hallaban las estrellas azules brillantes, estaban cargadas de polvo, mientras que el interior, con sus estrellas rojas, algo menos brillantes- estaba libre de polvo.
Para Baade parecían existir dos clases de estrellas, de diferentes estructura e historia. Denominó a las estrellas azuladas de las capas externas Población I, y a las rojizas del interior, Población II. Se puso de manifiesto que las estrellas de la Población I eran relativamente jóvenes, tenían un elevado contenido en metal y seguían órbitas casi circulares en torno al centro galáctico, en el plano medio de la galaxia. Por el contrario, las estrellas de la Población II eran relativamente antiguas, poseían un bajo contenido metálico, y sus órbitas, sensiblemente elípticas, mostraban una notable inclinación al plano medio de la galaxia. Desde el descubrimiento de Baade, ambas Poblaciones han sido divididas en subgrupos más precisos.
Cuando, después de la guerra, se instaló el nuevo telescopio Hale, de 200 pulgadas (así llamado en honor del astrónomo americano George Ellery Hale, quien supervisó su construcción), en el Monte Palomar, Baade prosiguió sus investigaciones. Halló ciertas irregularidades en la distribución de las dos Poblaciones, irregularidades que dependían de la naturaleza de las galaxias implicadas. Las galaxias de la clase «elíptica», sistemas en forma de elipse y estructura interna más bien uniforme- estaban aparentemente constituidas, sobre todo, por estrellas de la Población II, como los agregados globulares en cualquier galaxia. Por otra parte, en las «galaxias espirales», los brazos de la espiral estaban formados por estrellas de la Población I, con una Población II en el fondo.
Se estima que sólo un 2 % de las estrellas en el Universo son del tipo de la Población I. Nuestro Sol y las estrellas familiares en nuestra vecindad pertenecen a esta clase. Y a partir de este hecho, podemos deducir que la nuestra es una galaxia espiral y que nos encontramos en uno de sus brazos. (Esto explica por qué existen tantas nubes de polvo, luminosas y oscuras en nuestras proximidades, ya que los brazos espirales de una galaxia se hallan cargados de polvo.) Las fotografías muestran que la galaxia de Andrómeda, es también del tipo espiral.
Pero volvamos de nuevo al problema del patrón. Baade empezó a comparar las estrellas cefeidas halladas en las acumulaciones globulares (Población II), con las observadas en el brazo de la espiral en que nos hallamos (Población I). Se puso de manifiesto que las cefeidas de las dos Poblaciones eran, en realidad, de dos tipos distintos, por lo que se refería a la relación período-luminosidad.
Las cefeidas de la Población II mostraban la curva período-luminosidad establecida por Leavitt y Shapley. Con este patrón, Shapley había medido exactamente las distancias a las acumulaciones globulares y el tamaño de nuestra Galaxia. Pero las cefeidas de la Población I seguían un patrón de medida totalmente distinto. Una cefeida de la Población I era de 4 a 5 veces más luminosa que otra de la Población II del mismo período. Esto significaba que el empleo de la escala de Leavitt determinaría un cálculo erróneo en la magnitud absoluta de una cefeida de la Población I a partir de su período. Y si la magnitud absoluta era errónea, el cálculo de la distancia lo sería también necesariamente; la estrella se hallaría, en realidad, mucho más lejos de lo que indicaba su cálculo.
Hubble calculó la distancia de la galaxia de Andrómeda, a partir de las cefeidas (de la Población I), en sus capas externas, las únicas que pudieron ser distinguidas en aquel entonces. Pero luego, con el patrón revisado, resultó que la Galaxia se hallaba, aproximadamente, a unos 2,5 millones de años luz, en vez de menos de 1 millón, que era el cálculo anterior. De la misma forma se comprobó que otras galaxias se hallaban también, de forma proporcional, más alejadas de nosotros. (Sin embargo, la galaxia de Andrómeda sigue siendo un vecino cercano nuestro. Se estima que la distancia media entre las galaxias es de unos 20 millones de años luz.)
En resumen, el tamaño del Universo conocido se había duplicado ampliamente. Esto resolvió enseguida los problemas que se habían planteado en los años 30. Nuestra Galaxia ya no era la más grande de todas; por ejemplo, la de Andrómeda era mucho mayor. También se ponía de manifiesto que las acumulaciones globulares de la galaxia de Andrómeda eran tan luminosas como las nuestras; se veían menos brillantes sólo porque se había calculado de forma errónea su distancia. Finalmente, y por motivos que veremos más adelante, la nueva escala de distancias permitió considerar el Universo como mucho más antiguo, al menos, de 5 mil millones de años, lo cual ofreció la posibilidad de llegar a un acuerdo con las valoraciones de los geólogos sobre la edad de la Tierra.
Pero la duplicación de la distancia a que se hallan las galaxias no puso punto final al problema del tamaño. Veamos ahora la posibilidad que haya sistemas aún más grandes, acumulaciones de galaxias y súper galaxias.
Actualmente, los grandes telescopios han revelado que, en efecto, hay acumulaciones de galaxias. Por ejemplo, en la constelación de la Cabellera de Berenice existe una gran acumulación elipsoidal de galaxias, cuyo diámetro es de unos 8 millones de años luz. La «acumulación de la Cabellera» encierra unas 11.000 galaxias, separadas por una distancia media de sólo 300.000 años luz (frente a la media de unos 3 millones de años luz que existe entre las galaxias vecinas nuestras).
Nuestra Galaxia parece formar parte de una «acumulación local» que incluye las Nubes de Magallanes, la galaxia de Andrómeda y tres pequeñas «galaxias satélites» próximas a la misma, más algunas otras pequeñas galaxias, con un total de aproximadamente 19 miembros. Dos de ellas, llamadas «Maffei I» y «Maffei II» (en honor de Paolo Maffei, el astrónomo italiano que informó sobre las mismas por primera vez) no se descubrieron hasta 1971. La tardanza de tal descubrimiento se debió al hecho que sólo pueden detectarse a través de las nubes de polvo interpuestas entre las referidas galaxias y nosotros.
De las acumulaciones locales, sólo nuestra Galaxia, la de Andrómeda y las dos de Maffei son gigantes; las otras son enanas. Una de ellas, la IC 1613, quizá contenga sólo 60 millones de estrellas; por tanto, sería apenas algo más que un agregado globular. Entre las galaxias, lo mismo que entre las estrellas, las enanas rebasan ampliamente en número a las gigantes.
Si las galaxias forman acumulaciones y acumulaciones de acumulaciones, ¿significa esto que el Universo se expande sin límites y que el espacio es infinito? ¿O existe quizás un final, tanto para el Universo como para el espacio? Pues bien, los astrónomos pueden descubrir objetos situados a unos 9 mil millones de años luz, y hasta ahora no hay indicios que exista un final del Universo. Teóricamente pueden esgrimirse argumentos tanto para admitir que el espacio tiene un final, como para decir que no lo tiene; tanto para afirmar que existe un comienzo en el tiempo, como para oponer la hipótesis de un no comienzo. Habiendo, pues, considerado el espacio, permítasenos ahora exponer el tiempo.
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Nacimiento Del Universo
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Los autores de mitos inventaron muchas y peregrinas fábulas relativas a la creación del Universo (tomando, por lo general, como centro, la Tierra, y calificando ligeramente lo demás como el «cielo» o el «firmamento»). La época de la Creación no suele situarse en tiempos muy remotos (si bien hemos de recordar que, para el hombre anterior a la Ilustración, un período de 1.000 años era más impresionante que uno de 1.000 millones de años para el hombre de hoy).
Por supuesto que la historia de la creación con la que estamos más familiarizados es la que nos ofrecen los primeros capítulos del Génesis, pletóricos de belleza poética y de grandiosidad moral, teniendo en cuenta su origen.
En repetidas ocasiones se ha intentado determinar la fecha de la Creación basándose en los datos de la Biblia (los reinados de los diversos reyes; el tiempo transcurrido desde el Éxodo hasta la construcción del templo de Salomón; la Edad de los Patriarcas, tanto antediluvianos como postdiluvianos). Según los judíos medievales eruditos, la Creación se remontaría al 3760 a. de J.C., y el calendario judío cuenta aún sus años a partir de esta fecha. En el 1658 de nuestra Era, el arzobispo James Ussher, de la Iglesia Anglicana, calculó que la fecha de la Creación había que situarla en el año 4004 a. de J.C., y precisamente a las 8 de la tarde del 22 de octubre de dicho año. De acuerdo con algunos teólogos de la Iglesia Ortodoxa Griega, la Creación se remontaría al año 5508 a. de J.C.
Hasta el siglo XVIII, el mundo erudito aceptó la interpretación dada a la versión bíblica, según la cual, la Edad del Universo era, a lo sumo, de sólo 6 o 7 mil años. Este punto de vista recibió su primer y más importante golpe en 1785, al aparecer el libro Teoría de la Tierra, del naturalista escocés James Hutton. Éste partió de la proposición que los lentos procesos naturales que actúan sobre la superficie de la Tierra (creación de montañas y su erosión, formación del curso de los ríos, etc.) habían actuado, aproximadamente, con la misma rapidez en todo el curso de la historia de la Tierra. Este «principio uniformista» implicaba que los procesos debían de haber actuado durante un período de tiempo extraordinariamente largo, para causar los fenómenos observados. Por tanto, la Tierra no debía de tener miles, sino muchos millones de años de existencia.
Los puntos de vista de Hutton fueron desechados rápidamente. Pero el fermento actuó. En 1830, el geólogo británico Charles Lyell reafirmó los puntos de vista de Hutton y, en una obra en 3 volúmenes titulada Principios de Geología, presentó las pruebas con tal claridad y fuerza, que conquistó al mundo de los eruditos. La moderna ciencia de la Geología se inicia, pues, en este trabajo.
Se intentó calcular la edad de la Tierra basándose en el principio uniformista. Por ejemplo, si se conoce la cantidad de sedimentos depositados cada año por la acción de las aguas (hoy se estima que es de unos 30 cm cada 880 años), puede calcularse la edad de un estrato de roca sedimentaria a partir de su espesor. Pronto resultó evidente que este planteamiento no permitiría determinar la edad de la Tierra con la exactitud necesaria, ya que los datos que pudieran obtenerse de las acumulaciones de los estratos de rocas quedaban falseados a causa de los procesos de la erosión, disgregación, cataclismos y otras fuerzas de la Naturaleza. Pese a ello, esta evidencia fragmentaria revelaba que la Tierra debía de tener, por lo menos, unos 500 millones de años.
Otro procedimiento para medir la edad del Planeta consistió en valorar la velocidad de acumulación de la sal en los océanos, método que sugirió el astrónomo inglés Edmund Halley en 1715. Los ríos vierten constantemente sal en el mar. Y como quiera que la evaporación libera sólo agua, cada vez es mayor la concentración de sal. Suponiendo que el océano fuera, en sus comienzos, de agua dulce, el tiempo necesario para que los ríos vertieran en él su contenido en sal (de más del 3 %) sería de mil millones de años aproximadamente.
Este enorme período de tiempo concordaba con el supuesto por los biólogos, quienes, durante la última mitad del siglo XIX, intentaron seguir el curso del lento desarrollo de los organismos vivos, desde los seres unicelulares, hasta los animales superiores más complejos. Se necesitaron largos períodos de tiempo para que se produjera el desarrollo, y mil millones de años parecía ser un lapso suficiente.
Sin embargo, hacia mediados del siglo XIX, consideraciones de índole astronómica complicaron de pronto las cosas. Por ejemplo, el principio de la «conservación de la energía» planteaba un interesante problema en lo referente al Sol, astro que había venido vertiendo en el curso de la historia registrada hasta el momento, colosales cantidades de energía. Si la Tierra era tan antigua, ¿de dónde había venido toda esta energía? No podía haber procedido de las fuentes usuales, familiares a la Humanidad. Si el Sol se había originado como un conglomerado sólido incandescente en una atmósfera de oxígeno, se habría reducido a ceniza (a la velocidad a que venía emitiendo la energía) en el curso de unos 2.500 años.
El físico alemán Hermam Ludwig Ferdinand von Helmholtz, uno de los primeros en enunciar la ley de conservación de la energía, mostróse particularmente interesado en el problema del Sol. En 1854 señaló que si éste se fuera contrayendo, su masa experimentaría un incremento de energía al acercarse hacia el centro de gravedad, del mismo modo que aumenta la energía de una piedra cuando cae. Esta energía se transformaría en radiación. Helmholtz calculó que una concentración del Sol de sólo la diezmilésima parte de su radio, proporcionaría la energía emitida durante 2.000 años.
El físico británico William Thomson (futuro Lord Kelvin) prosiguió sus estudios sobre el tema y, sobre esta base, llegó a la conclusión que la Tierra no tendría más de 50 millones de años, pues a la velocidad con que el Sol había emitido su energía, debería de haberse contraído partiendo de un tamaño gigantesco, inicialmente tan grande como la órbita que describe la tierra en torno a él. (Esto significaba, por supuesto, que Venus debía de ser más joven que la Tierra, y Mercurio, aún más.) Lord Kelvin consideró que si la Tierra, en sus orígenes, había sido una masa fundida, el tiempo necesario para enfriarse hasta su temperatura actual sería de unos 20 millones de años, período que correspondía a la edad de nuestro Planeta.
Hacia 1890, la batalla parecía entablada entre dos ejércitos invencibles. Los físicos habían demostrado, al parecer, de forma concluyente- que la Tierra no podía haber sido sólida durante más de unos pocos millones de años, en tanto que los geólogos y biólogos demostraban, de forma también concluyente, que tenía que haber sido sólida por lo menos durante unos mil millones de años.
Luego surgió algo nuevo y totalmente inesperado, que destrozó las hipótesis de los físicos.
En 1896, el descubrimiento de la radiactividad reveló claramente que el uranio y otras sustancias radiactivas de la Tierra liberaban grandes cantidades de energía, y que lo habían venido haciendo durante mucho tiempo. Este hallazgo invalidaba los cálculos de Kelvin, como señaló, en 1904, el físico británico, de origen neocelandés, Ernest Rutherford, en una conferencia, a la que asistió el propio Kelvin, ya anciano, y que se mostró en desacuerdo con dicha teoría.
Carece de objeto intentar determinar cuánto tiempo ha necesitado la Tierra para enfriarse, si no se tiene en cuenta, al mismo tiempo, el hecho que las sustancias radiactivas le aportan calor constantemente. Al intervenir este nuevo factor, se había de considerar que la Tierra podría haber precisado miles de millones de años, en lugar de millones, para enfriarse, a partir de una masa fundida, hasta la temperatura actual, Incluso sería posible que fuera aumentando con el tiempo la temperatura de la Tierra.
La radiactividad aportaba la prueba más concluyente de la edad de la Tierra, ya que permitía a los geólogos y geoquímicos calcular directamente la edad de las rocas a partir de la cantidad de uranio y plomo que contenían. Gracias al «cronómetro» de la radiactividad, hoy sabemos que algunas de las rocas de la Tierra tienen, aproximadamente, 4.000 millones de años, y hay muchas razones para creer que la antigüedad de la Tierra es aún algo mayor. En la actualidad se acepta como muy probable una edad, para el Planeta, de 4,7 mil millones de años. Algunas de las rocas traídas de la Luna por los astronautas americanos han resultado tener la misma edad.
Y, ¿qué ocurre con el Sol? La radiactividad, junto con los descubrimientos relativos al núcleo atómico, introdujeron una nueva fuente de energía, mucho mayor que cualquier otra conocida antes. En 1930, el físico británico Sir Arthur Eddington introdujo una nueva forma de pensar al sugerir que la temperatura y la presión en el centro del Sol debían de ser extraordinariamente elevadas: la temperatura quizá fuera de unos 15 millones de grados. En tales condiciones, los núcleos de los átomos deberían experimentar reacciones tremendas, inconcebibles, por otra parte, en la suave moderación del ambiente terrestre. Se sabe que el Sol está constituido, sobre todo, por hidrógeno. Si se combinaran 4 núcleos (para formar un átomo de helio), se liberarían enormes cantidades de energía.
Posteriormente (en 1938), el físico americano, de origen alemán, Hans Albrecht Bethe, elaboró las posibles vías por las que podría producirse esta combinación del hidrógeno para formar helio. Para ello existían dos procesos, contando siempre con las condiciones imperantes en el centro de estrellas similares al Sol. Uno implicaba la conversión directa del hidrógeno en helio; el otro involucraba un átomo de carbono como intermediario en el proceso. Cualquiera de las dos series de reacciones puede producirse en las estrellas; en nuestro propio Sol, el mecanismo dominante parece ser la conversión directa del hidrógeno. Cualquiera de estos procesos determina la conversión de la masa en energía. (Einstein, en su Teoría especial de la relatividad, había demostrado que la masa y la energía eran aspectos distintos de la misma cosa, y podían transformarse la una en la otra; además, demostró que podía liberarse una gran cantidad de energía mediante la conversión de una muy pequeña cantidad de masa.)
La velocidad de radiación de energía por el Sol implica la desaparición de determinada masa solar a una velocidad de 4,2 millones de toneladas por segundo. A primera vista, esto parece una pérdida formidable; pero la masa total del Sol es de 2.200.000.000.000.000.000.000.000.000 toneladas, de tal modo que nuestro astro pierde, por segundo, sólo 0,00000000000000000002 % de su masa. Suponiendo que la edad del Sol sea de 6 mil millones de años, tal como creen hoy los astrónomos, y que haya emitido energía a la velocidad actual durante todo este lapso de tiempo, habrá perdido sólo un 1/40.000 de su masa. De ello se desprende fácilmente que el Sol puede seguir emitiendo aún energía, a su velocidad actual, durante unos cuantos miles de millones de años más.
Por tanto, en 1940 parecía razonable calcular, para el Sistema Solar como conjunto, unos 6.000 millones de años. Con ello parecía resuelta la cuestión concerniente a la edad del Universo; pero los astrónomos aportaron hechos que sugerían lo contrario. En efecto, la edad asignada al Universo, globalmente considerado, resultaba demasiado corta en relación con la establecida para el Sistema Solar. El problema surgió al ser examinadas por los astrónomos las galaxias distantes y plantearse el fenómeno descubierto en 1842 por un físico austriaco llamado Christian Johann Doppler.
El «efecto Doppler» es bien conocido. Suele ilustrarse con el ejemplo del silbido de una locomotora cuyo tono aumenta cuando se acerca a nosotros y, en cambio, disminuye al alejarse. Esta variación en el tono se debe, simplemente, al hecho que el número de ondas sonoras por segundo que chocan contra el tímpano varía a causa del movimiento de su fuente de origen.
Como sugirió su descubridor, el efecto Doppler se aplica tanto a las ondas luminosas como a las sonoras. Cuando alcanza el ojo la luz que procede de una fuente de origen en movimiento, se produce una variación en la frecuencia, es decir, en el color- si tal fuente se mueve a la suficiente velocidad. Por ejemplo, si la fuente luminosa se dirige hacia nosotros, nos llega mayor número de ondas de luz por segundo, y ésta se desplaza hacia el extremo violeta, de más elevada frecuencia, del espectro visible. Por otra parte, si se aleja la fuente de origen, llegan menos ondas por segundo, y la luz se desplaza hacia el extremo rojo, de baja frecuencia, del espectro.
Los astrónomos habían estudiado durante mucho tiempo los espectros de las estrellas y estaban muy familiarizados con la imagen normal, secuencia de líneas brillantes sobre un fondo oscuro o de líneas negras sobre un fondo brillante, que revelaba la emisión o la absorción de luz por los átomos a ciertas longitudes de ondas o colores. Lograron calcular la velocidad de las estrellas que se acercaban o se alejaban de nosotros (es decir, la velocidad radial), al determinar el desplazamiento de las líneas espectrales usuales hacia el extremo violeta o rojo del espectro.
El efecto Doppler-Fizeau. Las líneas en el espectro se desplazan hacia el extremo violeta (a la izquierda), cuando la fuente de luz se aproxima. Al alejarse la fuente luminosa, las líneas espectrales se desplazan hacia el extremo rojo (derecha).
El físico francés Armand-Hippolyte-Louis Fizeau fue quien, en 1848, señaló que el efecto Doppler en la luz podía observarse mejor anotando la posición de las líneas espectrales. Por esta razón, el efecto Doppler se denomina «efecto Doppler-Fizeau» cuando se aplica a la luz.
El efecto Doppler-Fizeau se ha empleado con distintas finalidades. En nuestro Sistema Solar se ha utilizado para demostrar de una nueva forma la rotación del Sol. Las líneas espectrales que se originan a partir de los bordes de la corona solar y se dirigen hacia nosotros, en el curso de su vibración, se desplazan hacia el violeta («desplazamiento violeta»). Las líneas del otro borde mostrarían un «desplazamiento hacia el rojo», ya que esta parte se alejaría de nosotros.
En realidad, el movimiento de las manchas del Sol permite detectar y medir la rotación solar de forma más adecuada (rotación que tiene un período aproximado de 25 días con relación a las estrellas). Este efecto puede usarse también para determinar la rotación de objetos sin caracteres llamativos, tales como los anillos de Saturno.
El efecto Doppler-Fizeau se emplea para observar objetos situados a cualquier distancia, siempre que éstos den un espectro que pueda ser estudiado. Por tanto, sus mejores resultados se han obtenido en relación con las estrellas.
En 1868, el astrónomo británico Sir William Huggins midió la velocidad radial de Sirio y anunció que éste se movía alejándose de nosotros a 46 km/seg. (Aunque hoy disponemos de mejores datos, lo cierto es que se acercó mucho a la realidad en su primer intento.)
Hacia 1890, el astrónomo americano James Edward Keeler, con ayuda de instrumentos perfeccionados, obtuvo resultados cuantitativos más fidedignos; por ejemplo, demostró que Arturo se acercaba a nosotros a la velocidad aproximada de 6 km/seg.
El efecto podía utilizarse también para determinar la existencia de sistemas estelares cuyos detalles no pudieran detectarse con el telescopio. Por ejemplo, en 1782 un astrónomo inglés, John Goodricke (sordomudo que murió a los 22 años de edad; en realidad un gran cerebro en un cuerpo trágicamente defectuoso), estudió la estrella Algol, cuyo brillo aumenta y disminuye regularmente. Para explicar este fenómeno, Goodricke emitió la hipótesis que un compañero opaco giraba en tomo a Algol. De forma periódica, el enigmático compañero pasaba por delante de Algol, eclipsándolo y amortiguando la intensidad de su luz.
Transcurrió un siglo antes que esta plausible hipótesis fuera confirmada por otras pruebas. En 1889, el astrónomo alemán Hermann Carl Vogel demostró que las líneas del espectro de Algol se desplazaban alternativamente hacia el rojo y el violeta, siguiendo un comportamiento paralelo al aumento y disminución de su brillo. Las líneas retrocedían cuando se acercaba el invisible compañero, para acercarse cuando éste retrocedía. Algol era, pues, una «estrella binaria que se eclipsaba».
En 1890, Vogel realizó un descubrimiento similar, de carácter más general. Comprobó que algunas estrellas efectuaban movimientos de avance y retroceso. Es decir, las líneas espectrales experimentaban un desplazamiento hacia el rojo y otro hacia el violeta, como si se duplicaran. Vogel interpretó este fenómeno como revelador que la estrella constituía un sistema estelar binario, cuyos dos componentes (ambos brillantes) se eclipsaban mutuamente y se hallaban tan próximos entre sí, que aparecían como una sola estrella, aunque se observaran con los mejores telescopios. Tales estrellas son «binarias espectroscópicas».
Pero no había que restringir la aplicación del efecto Doppler-Fizeau a las estrellas de nuestra Galaxia. Estos objetos podían estudiarse también más allá de la Vía Láctea. Así, en 1912, el astrónomo americano Vesto Melvin Slipher, al medir la velocidad radial de la galaxia de Andrómeda, descubrió que se movía en dirección a nosotros aproximadamente a la velocidad de 200 km/seg. Pero al examinar otras galaxias descubrió que la mayor parte de ellas se alejaban de nosotros. Hacia 1914, Slipher había obtenido datos sobre un total de 15 galaxias; de éstas, 13 se alejaban de nosotros, todas ellas a la notable velocidad de varios centenares de kilómetros por segundo.
Al proseguir la investigación en este sentido, la situación fue definiéndose cada vez más. Excepto algunas de las galaxias más próximas, todas las demás se alejaban de nosotros. Y a medida que mejoraron las técnicas y pudieron estudiarse galaxias más tenues y distantes de nosotros, se descubrió en ellas un progresivo desplazamiento hacia el rojo.
En 1929, Hubble, astrónomo del Monte Wilson, sugirió que estas velocidades de alejamiento aumentaban en proporción directa a la distancia a que se hallaba la correspondiente galaxia. Si la galaxia A estaba dos veces más distante de nosotros que la B, la A se alejaba a una velocidad dos veces superior a la de la B . Esto se llama a veces «ley de Hubble».
Esta ley fue confirmada por una serie de observaciones. Así, en 1929, Milton La Salle Humason, en el Monte Wilson, utilizó el telescopio de 100 pulgadas para obtener espectros de galaxias cada vez más tenues. Las más distantes que pudo observar se alejaban de nosotros a la velocidad de 40.000 km/seg. Cuando empezó a utilizarse el telescopio de 200 pulgadas, pudieron estudiarse galaxias todavía más lejanas, y, así, hacia 1960 se detectaron ya cuerpos tan distantes, que sus velocidades de alejamiento llegaban a los 144.000 km/seg, o sea, la mitad de la velocidad de la luz.
¿A qué se debía esto? Supongamos que tenemos un balón con pequeñas manchas pintadas en su superficie. Es evidente que si lo inflamos, las manchas se separarán. Si en una de las manchas hubiera un ser diminuto, éste, al inflar el balón, vería cómo todas las restantes manchas se alejaban de él, y cuanto más distantes estuvieran las manchas, tanto más rápidamente se alejarían. Y esto ocurría con independencia de la mancha sobre la cual se hallara el ser imaginario. El efecto sería el mismo.
Las galaxias se comportan como si el Universo se inflara igual que nuestro balón. Los astrónomos aceptan hoy de manera general el hecho de esta expansión, y las «ecuaciones de campo» de Einstein en su Teoría general de la relatividad pueden construirse de forma que concuerden con la idea de un Universo en expansión.
Pero esto plantea cuestiones de gran trascendencia. El Universo visible, ¿tiene un límite? Las galaxias más remotas que podemos ver (aproximadamente, distantes de nosotros unos 9 mil millones de años luz), se alejan de nuestro planeta a la mitad de la velocidad de la luz. Si se cumple la ley de Hubble, relativa al aumento de la velocidad de los cuerpos celestes a medida que se alejan de nosotros, ya a los 11 mil millones de años luz de la Tierra, las galaxias se alejarían a la velocidad de la luz; pero ésta es, según la teoría de Einstein, la máxima velocidad posible. ¿Significa esto que no hay galaxias visibles a mayor distancia?
Tenemos también la cuestión relativa a la edad. Si el Universo se viene expandiendo constantemente, es lógico suponer que en un pasado remoto sería más pequeño que ahora, y que en algún momento de ese pasado tuvo su origen como un núcleo de materia denso. Y aquí es donde radicaba el conflicto, hacia la década de los 40, sobre la edad del Universo. Según su velocidad de expansión y la distancia actual de las galaxias, parecía que el Universo no pueda tener más de 2 mil millones de años. Pero los geólogos, gracias a la radiactividad, sabían con certeza que la Tierra debía de tener, por lo menos, 4 mil millones de años.
Afortunadamente salvó la situación, en 1952, la revisión del módulo de referencia constituido por las cefeidas. Al doblar y, posiblemente, triplicar el tamaño del Universo, se duplicó o triplicó su edad, con lo cual concordaban la radiactividad de las rocas y el desplazamiento hacia el rojo; en tales condiciones, se podía suponer que tanto el Sistema Solar como las galaxias tenían de 5 a 6 mil millones de años.
Hacia 1960, la situación volvió a hacerse algo confusa. El astrónomo británico Fred Hoyle, tras analizar la probable composición de las estrellas de las Poblaciones I y II, decidió que, de los dos procesos mediante los cuales las estrellas queman hidrógeno para formar helio, el más lento era precisamente el que predominaba. Basándose en esto, calculó que algunas estrellas debían de tener entre 10 y 15 mil millones de años. Posteriormente. el astrónomo americano Allen Sandage descubrió que las estrellas de la acumulación NGC 188 parecían tener, por lo menos, 24 mil millones de años, mientras que por su parte, el astrónomo suizo-americano Fritz Zwicky especuló sobre edades del orden del billón de años. Tales edades no entrarían en conflicto con la prueba sobre la antigüedad de la Tierra basada en la edad de las rocas, pues nuestro planeta, evidentemente, sería más joven que el Universo; pero si éste se había venido expandiendo a la velocidad actual durante 24 mil millones de años o más, tal expansión sería, en realidad, superior a la calculada. Así, pues, los astrónomos se enfrentaban con un nuevo problema.
Suponiendo que el Universo se expande y que las ecuaciones de campo de Einstein concuerdan con tal interpretación, surge, inexorablemente, la pregunta: ¿Por qué? La explicación más fácil, y casi inevitable, es la que la expansión constituye el resultado de una explosión en sus comienzos. En 1927, el matemático belga Georges-Édouard Lamaître sugirió que toda la materia procedía, originalmente, de un enorme «huevo cósmico» que, al estallar, dio origen al Universo que conocemos. Los fragmentos de la esfera original formarían las galaxias, que se alejan, unas respecto a otras, en todas direcciones, todavía a consecuencia de la inimaginablemente poderosa explosión ocurrida hace muchos miles de millones de años.
El físico ruso-americano George Gamov trabajó sobre esta idea. Sus cálculos lo llevaron a suponer que los diversos elementos que conocemos se formaron en la primera media hora después de la explosión. Durante los 250 millones de años que siguieron a la misma, la radiación predominó sobre la materia y, en consecuencia, la materia del Universo permaneció dispersa en forma de un gas tenue. Sin embargo, una vez alcanzado un punto crítico en la expansión, la materia predominó, al fin, empezó a condensarse y se perfilaron las galaxias. Gamov considera que la expansión seguirá probablemente hasta que todas las galaxias, excepto las de nuestro propio agregado local, se hayan alejado fuera del alcance de los instrumentos más poderosos. A partir de entonces nos hallaremos solos en el Universo.
¿De dónde procede la materia que formó el «huevo cósmico»? Algunos astrónomos sugieren que el Universo se originó como un gas extraordinariamente tenue, que se fue contrayendo de manera gradual bajo la fuerza de la gravitación, hasta constituir una masa de gran densidad que, al fin, estalló. En otras palabras: hace una eternidad, inicióse en la forma de un vacío casi absoluto, para llegar, a través de una fase de contracción. a adquirir la forma de «huevo cósmico», estallar y, mediante una fase de expansión, volver hacia una eternidad de vacío casi absoluto. Vivimos en un período transitorio, un instante en la eternidad- de plenitud del Universo.
Otros astrónomos, especialmente W. B. Bonnor, de Inglaterra, señalan que el Universo ha pasado por una interminable serie de ciclos de este tipo, cada uno de los cuales duraría, quizá, decenas de miles de millones de años; en otras palabras, tendríamos un «Universo oscilante».
Tanto si el Universo se está simplemente expandiendo, o contrayéndose y expandiéndose, u oscilando, subsiste el concepto de «Universo en evolución».
En 1948, los astrónomos británicos Hermann Bondi y Thomas Gold emitieron una teoría, divulgada luego por otro astrónomo británico, Fred Hoyle- que excluía la evolución. Su Universo se llama «Universo en estado estacionario» o «Universo en creación continua». En efecto, la teoría señala que las galaxias se alejan y que el Universo se expande. Cuando las galaxias más alejadas alcanzan la velocidad de la luz, de tal modo que ya no puede llegar hasta nosotros ninguna luz de ellas, puede decirse que abandonan nuestro Universo. Sin embargo, mientras se separan de nuestro Universo las galaxias y grupos de la galaxias, se van formando sin cesar, entre las antiguas, nuevas galaxias. Por cada una que desaparece del Universo al haber superado el límite de la velocidad de la luz, aparecen otras entre nosotros. Por tanto, el Universo permanece en un estado constante, el espacio está ocupado siempre por la misma densidad de galaxias.
Por supuesto que debe de existir una creación continua de nueva materia para remplazar a las galaxias que nos abandonan, aunque no se ha detectado tal extremo. Sin embargo, esto no es sorprendente. Para suministrar nueva materia destinada a constituir galaxias a la velocidad necesaria, se requiere sólo que se forme por año un átomo de hidrógeno en mil millones de litros de espacio. Esta creación se produce a una velocidad demasiado pequeña como para que puedan captarla los instrumentos que disponemos actualmente.
Si suponemos que la materia es creada de una forma incesante, aunque a velocidad muy baja, podemos preguntamos: « ¿De dónde procede esta nueva materia?» ¿Qué ocurre con la ley de conservación de la masa-energía? Desde luego, la materia no puede elaborarse a partir de la nada. Hoyle supone que la energía para la creación de nueva materia puede ser inyectada a partir de la energía de la expansión. En otras palabras; el Universo puede expandirse a una velocidad algo inferior a la que se requeriría si no se formara materia, y la materia que se forma podría ser creada a expensas de la energía que se consume en la expansión.
Se ha entablado una violenta polémica entre los patrocinadores de la teoría evolutiva y la del estado inmutable. El mejor procedimiento para elegir una u otra podría consistir en estudiar los remotos confines del Universo situados a miles de millones de años luz.
Si fuera correcta la teoría del estado inmutable, el Universo sería uniforme por doquier, y su aspecto a miles de millones de años luz debería parecerse al que ofrece en nuestra vecindad. Por el contrario, con la idea evolutiva se podría ver ese Universo a miles de millones de años luz, con una luz cuya creación habría tenido lugar hace miles de millones de años. Esta luz se habría formado cuando el Universo era joven, y no mucho después del «gran estallido». Así, pues, lo que observáramos en este Universo joven debería diferir de cuanto vemos en nuestra vecindad, donde el Universo ha envejecido.
Por desgracia, resulta muy difícil definir con claridad lo que vemos en las galaxias más distantes con ayuda del telescopio; en realidad era insuficiente la información acumulada hasta la década iniciada en 1960. Cuando, por fin, empezó a perfilarse lo evidente, se comprobó que, como veremos- se trataba más bien de radiación que de luz corriente.
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Muerte Del Sol
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Que el Universo esté evolucionando o se halle en un estado estacionario, es algo que no afecta directamente a las galaxias ni a las acumulaciones de galaxias en sí. Aún cuando las galaxias se alejen cada vez más hasta quedar fuera del alcance visual de los mejores instrumentos, nuestra propia Galaxia permanecerá intacta, y sus estrellas se mantendrán firmemente dentro de su campo gravitatorio. Tampoco nos abandonarán las otras galaxias de la acumulación local. Pero no se excluye la posibilidad que se produzcan en nuestra Galaxia cambios desastrosos para nuestro planeta y la vida en el mismo.
Todas las teorías acerca de los cambios en los cuerpos celestes son modernas. Los filósofos de la Antigüedad, en particular Aristóteles, consideraban que los cielos eran perfectos e inalterables. Cualquier cambio, corrupción y degradación se hallaban limitados a las regiones imperfectas situadas bajo la esfera más próxima, o sea, la Luna. Esto parecía algo de simple sentido común, ya que, a través de los siglos y las generaciones, jamás se produjeron cambios importantes en los cielos. Es cierto que los surcaban los misteriosos cometas, que ocasionalmente se materializaban en algún punto del espacio y que, errantes en sus idas y venidas, mostrábanse fantasmagóricos al revestir a las estrellas de un delicado velo y eran funestos en su aspecto, pues la sutil cola se parecía al ondulante cabello de una criatura enloquecida que corriera profetizando desgracias. (La palabra «cometa» se deriva precisamente de la voz latina para designar el «pelo».) Cada siglo pueden observarse unos veinticinco cometas a simple vista. Aristóteles intentó conciliar estas apariciones con la perfección de los cielos, al afirmar, de forma insistente, que pertenecían, en todo caso, a la atmósfera de la Tierra, corrupta y cambiante. Este punto de vista prevaleció hasta finales del siglo XVI. Pero en 1577, el astrónomo danés Tycho Brahe intentó medir el paralaje de un brillante cometa y descubrió que no podía conseguirlo (esto ocurría antes de la época del telescopio). Ya que el paralaje de la Luna era mensurable, Tycho Brahe llegó a la conclusión que el cometa estaba situado más allá de la Luna, y que en los cielos se producían, sin duda, cambios y había imperfección.
En realidad, mucho antes se habían señalado (Séneca había ya sospechado esto en el siglo I de nuestra Era) ya cambios incluso en las estrellas, mas, al parecer, no despertaron gran curiosidad. Por ejemplo, tenemos las estrellas variables, cuyo brillo cambia considerablemente de una noche a otra, cosa apreciable incluso a simple vista. Ningún astrónomo griego hizo referencia alguna a las variaciones en el brillo de una estrella. Es posible que se hayan perdido las correspondientes referencias, o que, simplemente, no advirtieran estos fenómenos. Un caso interesante es el de Algol, la segunda estrella, por su brillo, de la constelación de Perseo, que pierde bruscamente las dos terceras partes de su fulgor y luego vuelve a adquirirlo, fenómeno que se observa, de forma regular, cada 69 horas. (Hoy, gracias a Goodricke y Vogel, sabemos que Algol tiene una estrella compañera, de luz más tenue, que la eclipsa y amortigua su brillo con la periodicidad indicada.) Los astrónomos griegos no mencionaron para nada este fenómeno; tampoco se encuentran referencias al mismo entre los astrónomos árabes de la Edad Media. Sin embargo, los griegos situaron la estrella en la cabeza de Medusa, el diabólico ser que convertía a los hombres en rocas. Incluso su nombre, «Algol», significa, en árabe, «demonio profanador de cadáveres». Evidentemente, los antiguos se sentían muy intranquilos respecto a tan extraña estrella.
Una estrella de la constelación de la Ballena, llamada Omicrón de la Ballena, varía irregularmente. A veces es tan brillante como la Estrella Polar; en cambio, otras deja de verse. Ni los griegos ni los árabes dijeron nada respecto a ella. El primero en señalar este comportamiento fue el astrónomo holandés David Frabricius. en 1596. Más tarde, cuando los astrónomos se sintieron menos atemorizados por los cambios que se producían en los cielos, fue llamada Mira (de la voz latina que significa «maravillosa»).
Más llamativa aún era la brusca aparición de «nuevas estrellas» en los cielos. Esto no pudieron ignorarlo los griegos. Se dice que Hiparco quedó tan impresionado, en el 134 a. de J.C., al observar una nueva estrella en la constelación del Escorpión, que trazó su primer mapa estelar, al objeto que pudieran detectarse fácilmente, en lo futuro, las nuevas estrellas.
En 1054 de nuestra Era se descubrió una nueva estrella, extraordinariamente brillante, en la constelación de Tauro. En efecto, su brillo superaba al del planeta Venus, y durante semanas fue visible incluso de día. Los astrónomos chinos y japoneses señalaron exactamente su posición, y sus datos han llegado hasta nosotros. Sin embargo, era tan rudimentario el nivel de la Astronomía, por aquel entonces, en el mundo occidental, que no poseemos ninguna noticia respecto a que se conociera en Europa un hecho tan importante, lo cual hace sospechar que quizá nadie lo registró.
No ocurrió lo mismo en 1572, cuando apareció en la constelación de Casiopea una nueva estrella, tan brillante como la de 1054. La astronomía europea despertaba entonces de su largo sueño. El joven Tycho Brahe la observó detenidamente y escribió la obra De Nova Stella. cuyo título sugirió el nombre que se aplicaría en lo sucesivo a toda nueva estrella: «nova».
En 1604 apareció otra extraordinaria nova en la constelación de la Serpiente. No era tan brillante como la de 1572, pero sí lo suficiente como para eclipsar a Marte. Johannes Kepler, que la observó, escribió un libro sobre las novas. Tras la invención del telescopio, las novas perdieron gran parte de su misterio. Se comprobó que, por supuesto, no eran en absoluto estrellas nuevas, sino, simplemente, estrellas, antes de escaso brillo, que aumentaron bruscamente de esplendor hasta hacerse visibles.
Con el tiempo se fue descubriendo un número cada vez mayor de novas. En ocasiones alcanzaban un brillo muchos miles de veces superior al primitivo, incluso en pocos días, que luego se iba atenuando lentamente, en el transcurso de unos meses, hasta esfumarse de nuevo en la oscuridad. Las novas aparecían a razón de unas 20 por año en cada galaxia (incluyendo la nuestra).
Un estudio de los desplazamientos Doppler-Fizeau efectuado durante la formación de novas, así como otros detalles precisos de sus espectros, permitió concluir que las novas eran estrellas que estallaban. En algunos casos, el material estelar lanzado al espacio podía verse como una capa de gas en expansión, iluminado por los restos de la estrella. Tales estrellas se denominaron «nebulosas planetarias».
Este tipo de formación de novas no implica necesariamente la muerte de la estrella. Desde luego se trata de un tremendo cataclismo, ya que la luminosidad de la estrella puede aumentar hasta un millón de veces, respecto a su brillo inicial, en menos de 24 horas. (Si nuestro Sol se convirtiera en una nova, destruiría toda la vida sobre la Tierra y, posiblemente, se desintegraría el Planeta.) Pero la explosión emite sólo, aparentemente, el 1 ó el 2 % de la masa de la estrella: luego, ésta vuelve a seguir una vida más o menos normal. En realidad, algunas estrellas parecen estar sometidas a tales explosiones de forma periódica, pese a lo cual, aún existen.
La nova más llamativa observada después de la invención del telescopio fue la descubierta, en 1885, por el astrónomo alemán Ernst Harwig en la nebulosa de Andrómeda, a la que se dio el nombre de «Andrómeda S». Se hallaba muy por debajo del límite de la observación a simple vista. En el telescopio se mostraba con un brillo correspondiente a la décima parte del de toda la galaxia de Andrómeda. Por aquel entonces se desconocía a qué distancia se encontraba dicha galaxia o cuán grande era, por lo cual no despertó ningún interés especial el brillo de su nova. Pero tan pronto como Hubble determinó la distancia que nos separaba de la galaxia, el brillo de la nova de 1885 sorprendió bruscamente a los astrónomos. Hubble descubrió ocasionalmente una serie de novas en la misma galaxia, pero ninguna se aproximaba, ni siquiera remotamente, por su brillo, a la nova de 1885, la cual debió de haber sido 10.000 veces más brillante que las novas corrientes. Era, pues, una «supernova». Por tanto, si miramos hacia atrás, comprobamos que eran también supernovas las novas de 1054, 1572 y 1604. Más aún, probablemente se hallaban en nuestra propia Galaxia, lo cual explicaría su extraordinario brillo. En 1965, Bernard Goldstein, de Yale, presentó pruebas que en 1006 debió de aparecer en nuestra galaxia una cuarta supernova, si podía aceptarse como cierta la oscura referencia de un astrólogo egipcio de aquel tiempo.
En apariencia, las supernovas difieren por completo, en su comportamiento físico, de las novas corrientes, y los astrónomos se hallan muy interesados en estudiar sus espectros con todo detenimiento. La principal dificultad estriba en la escasa frecuencia con que se observan. Según Zwicky, su periodicidad sería de unas 3 por cada 1.000 años en cualquier galaxia. Aunque los astrónomos han logrado detectar unas 50, todas ellas están en galaxias distantes y no han podido ser estudiadas con detalle. La supernova de Andrómeda (1885), la más próxima a nosotros en los últimos 350 años, se mostró unos cuantos decenios antes que se hubiera desarrollado totalmente la fotografía aplicada a la Astronomía. Por tanto, no existe registro gráfico de su espectro. (Sin embargo, la distribución de las supernovas en el tiempo no parece seguir norma alguna. En una galaxia se detectaron recientemente 3 supernovas en sólo un lapso de 17 años. Los astrónomos pueden probar ahora su suerte.)
El brillo de una supernova (cuyas magnitudes absolutas oscilan entre, 14 y, 17) podría ser debido sólo al resultado de una explosión total, es decir, que una estrella se fragmentara por completo en sus componentes. ¿Qué le ocurriría a tal estrella? Al llegar aquí, permítasenos remontarnos en el pasado...
Ya en 1834, Bessel (el astrónomo que más adelante sería el primero en medir el paralaje de una estrella) señaló que Sirio y Proción se iban desviando muy ligeramente de su posición con los años, fenómeno que no parecía estar relacionado con el movimiento de la Tierra. Sus movimientos no seguían una línea recta, sino ondulada, y Bessel llegó a la conclusión que todas las estrellas se moverían describiendo una órbita alrededor de algo.
De la forma en que Sirio y Proción se movían en sus órbitas podía deducirse que ese «algo», en cada caso, debía de ejercer una poderosa atracción gravitatoria, no imaginable en otro cuerpo que no fuera una estrella. En particular el compañero de Sirio debía de tener una masa similar a la de nuestro Sol, ya que sólo de esta forma se podían explicar los movimientos de la estrella brillante. Así, pues, se supuso que los compañeros eran estrellas; pero, dado que eran invisibles para los telescopios de aquel entonces, se llamaron «compañeros opacos». Fueron considerados como estrellas viejas, cuyo brillo se había amortiguado con el tiempo.
En 1862, el fabricante de instrumentos, Alvan Clark, americano, cuando comprobaba un nuevo telescopio descubrió una estrella, de luz débil, cerca de Sirio, la cual, según demostraron observaciones ulteriores, era el misterioso compañero. Sirio y la estrella de luz débil giraban en torno a un mutuo centro de gravedad, y describían su órbita en unos 50 años. El compañero de Sirio (llamado ahora «Sirio B», mientras que Sirio propiamente dicho recibe el nombre de «Sirio A») posee una magnitud absoluta de sólo 11,2, y, por tanto, tiene 1/400 del brillo de nuestro Sol, si bien su masa es muy similar a la de éste.
Esto parecía concordar con la idea de una estrella moribunda. Pero en 1914, el astrónomo americano Walter Sydney Adams, tras estudiar el espectro de Sirio B, llegó a la conclusión que la estrella debía de tener una temperatura tan elevada como la del propio Sirio A y tal vez mayor que la de nuestro Sol. Las vibraciones atómicas que determinaban las características líneas de absorción halladas en su espectro, sólo podían producirse a temperaturas muy altas. Pero si Sirio B tenía una temperatura tan elevada, ¿por qué su luz era tan tenue? La única respuesta posible consistía en admitir que sus dimensiones eran sensiblemente inferiores a las de nuestro Sol. Al ser un cuerpo más caliente, irradiaba más luz por unidad de superficie; respecto a la escasa luz que emitía, sólo podía explicarse considerando que su superficie total debía de ser más pequeña. En realidad, la estrella no podía tener más de 26.000 km de diámetro, o sea, sólo 2 veces el diámetro de la Tierra. No obstante, ¡Sirio B tenía la misma masa que nuestro Sol! Adams trató de imaginarse esta masa comprimida en un volumen tan pequeño como el de Sirio B. La densidad de la estrella debería ser entonces unas 3.000 veces la del platino.
Esto significaba, nada menos, que un estado totalmente nuevo de la materia. Por fortuna, esta vez los físicos no tuvieron ninguna dificultad en sugerir la respuesta. Sabían que en la materia corriente los átomos estaban compuestos por partículas muy pequeñas, tan pequeñas, que la mayor parte del volumen de un átomo es espacio «vacío». Sometidas a una presión extrema, las partículas subatómicas podrían verse forzadas a agregarse para formar una masa superdensa. Incluso en la supernova Sirio B, las partículas subatómicas están separadas lo suficiente como para poder moverse con libertad, de modo que la sustancia más densa que el platino sigue actuando como un gas. El físico inglés Ralph Howard Fowler sugirió, en 1925, que se denominara «gas degenerado», y, por su parte, el físico soviético Lev Davidovich Landau señaló, en la década de los 30, que hasta las estrellas corrientes, tales como nuestro Sol, deben de tener un centro compuesto por gas degenerado.
El compañero de Proción («Proción B»), que detectó por primera vez J. M. Schaberle, en 1896, en el Observatorio de Lick, resultó ser también una estrella superdensa, aunque sólo con una masa 5/8 de veces la de Sirio B. Con los años se descubrieron otros ejemplos. Estas estrellas son llamadas «enanas blancas», por asociarse en ellas su escaso tamaño, su elevada temperatura y su luz blanca. Las enanas blancas tal vez sean muy numerosas y puedan constituir hasta el 3 % de las estrellas. Sin embargo, debido a su pequeño tamaño, en un futuro previsible sólo podrán descubrirse las de nuestra vecindad. (También existen «enanas rojas», mucho más pequeñas que nuestro Sol, pero de dimensiones no tan reducidas como las de las enanas blancas. Las enanas rojas son frías y tienen una densidad corriente. Quizá sean las estrellas más abundantes, aunque por su escaso brillo son tan difíciles de detectar como las enanas blancas. En 1948 se descubrieron un par de enanas rojas, sólo a 6 años luz de nosotros. De las 36 estrellas conocidas dentro de los 14 años luz de distancia de nuestro Sol, 21 son enanas rojas, y 3, enanas blancas. No hay gigantes entre ellas, y sólo dos, Sirio y Proción, son manifiestamente más brillantes que nuestro Sol.)
Un año después de haberse descubierto las sorprendentes propiedades de Sirio B, Albert Einstein expuso su Teoría general de la relatividad, que se refería, particularmente, a nuevas formas de considerar la gravedad. Los puntos de vista de Einstein sobre ésta condujeron a predecir que la luz emitida por una fuente con un campo gravitatorio de gran intensidad se desplazaría hacia el rojo («desplazamiento de Einstein»). Adams, fascinado por las enanas blancas que había descubierto, efectuó detenidos estudios del espectro de Sirio B y descubrió que también aquí se cumplía el desplazamiento hacia el rojo predicho por Einstein. Esto constituyó no sólo un punto en favor de la teoría de Einstein, sino también en favor de una muy elevada densidad de Sirio B, pues en una estrella ordinaria, como nuestro Sol, el efecto del desplazamiento hacia el rojo sólo sería unas 30 veces menor. No obstante, al iniciarse la década de los 60, se detectó este desplazamiento de Einstein, muy pequeño, producido por nuestro Sol, con lo cual se confirmó una vez más la Teoría general de la relatividad.
Pero, ¿cuál es la relación entre las enanas blancas y las supernovas, tema éste que promovió la discusión? Para contestar a esta pregunta, permítasenos considerar la supernova de 1054. En 1844, el conde de Rosse, cuando estudiaba la localización de tal supernova en Tauro, donde los astrónomos orientales habían indicado el hallazgo de la supernova del 1054, observó un pequeño cuerpo nebuloso. Debido a su irregularidad y a sus proyecciones, similares a pinzas, lo denominó «Nebulosa del Cangrejo». La observación, continuada durante decenios, reveló que esta mancha de gas se expandía lentamente. La velocidad real de su expansión pudo calcularse a partir del efecto Doppler-Fizeau, y éste, junto con la velocidad aparente de expansión, hizo posible calcular la distancia a que se hallaba de nosotros la Nebulosa del Cangrejo, que era de 3.500 años luz. De la velocidad de la expansión se dedujo también que el gas había iniciado ésta a partir de un punto central de explosión unos 900 años antes, lo cual concordaba bastante bien con la fecha del año 1054.
Así, pues, apenas hay dudas que la Nebulosa del Cangrejo, que ahora se despliega en un volumen de espacio de unos 5 años luz de diámetro- constituiría los restos de la supernova de 1054.
No se ha observado una región similar de gas turbulento en las localizaciones de las supernovas indicadas por Tycho y Kepler, aunque sí se han visto pequeñas manchas nebulosas cerca de cada una de aquéllas. Sin embargo, existen unas 150 nebulosas planetarias, en las cuales los anillos toroidales de gas pueden representar grandes explosiones estelares. Una nube de gas particularmente extensa y tenue, la nebulosa del Velo, en la constelación del Cisne, pueden muy bien ser los restos de una supernova que hizo explosión hace 30.000 años.
Por aquel entonces debió de producirse más cerca y haber sido más brillante que la supernova de 1054, mas por aquel tiempo no existía en la Tierra civilización que pudiera registrar aquel espectacular acontecimiento.
Incluso se ha sugerido que esa tenue nebulosidad que envuelve a la constelación de Orión, puede corresponder a los restos de una supernova más antigua aún.
En todos estos casos, ¿qué ocurre con la estrella que ha estallado? La dificultad o imposibilidad de localizarla indica que su brillo es muy escaso, y esto, a su vez, sugiere que se trata de una enana blanca. Si es así, ¿serían todas las enanas blancas restos de estrellas que han explotado? En tal caso, ¿por qué algunas de ellas, tales como Sirio B, carecen de gas envolvente? Nuestro propio Sol, ¿estallará algún día y se convertirá en una enana blanca? Estas cuestiones nos llevan a considerar el problema de la evolución de las estrellas.
De las estrellas más cercanas a nosotros, las brillantes parecen ser cuerpos calientes, y las de escaso brillo, fríos, según una relación casi lineal entre el brillo y la temperatura. Si las temperaturas superficiales de las distintas estrellas se correlacionan con sus magnitudes absolutas, la mayor parte de estas estrellas familiares para nosotros caen dentro de una banda estrecha, que aumenta constantemente desde la de menor brillo y temperatura más baja, hasta la más brillante y caliente. Esta banda se denomina «secuencia principal». La estableció en 1913 el astrónomo americano Henry Norris Russell, quien realizó sus estudios siguiendo líneas similares a las de Hertzsprung (el astrónomo que determinó por primera vez las magnitudes absolutas de las cefeidas). Por tanto, una gráfica que muestra la secuencia principal se denominará «diagrama de Hertzsprung-Russell», o «diagrama H-R».
Pero no todas las estrellas pertenecen a la secuencia principal. Hay algunas estrellas rojas que, pese a su temperatura más bien baja, tienen considerables magnitudes absolutas, debido a su enorme tamaño. Entre estos «gigantes rojos», los mejor conocidos son Betelgeuse y Antares. Se trata de Cuerpos tan fríos (lo cual se descubrió en 1964), que muchos tienen atmósferas ricas en vapor de agua, que se descompondría en hidrógeno y oxígeno a las temperaturas, más altas, de nuestro Sol. Las enanas blancas de elevada temperatura se hallan también fuera de la secuencia principal.
En 1924, Eddington señaló que la temperatura en el interior de cualquier estrella debía de ser muy elevada. Debido a su gran masa, la fuerza gravitatoria de una estrella es inmensa. Si la estrella no se colapsa, esta enorme fuerza es equilibrada mediante una presión interna equivalente, a partir de la energía de irradiación-. Cuanto mayor sea la masa del cuerpo estelar, tanto mayor será la temperatura central requerida para equilibrar la fuerza gravitatoria. Para mantener estas elevadas temperaturas y presiones de radiación, las estrellas de mayor masa deben consumir energía más rápidamente y, por tanto, han de ser más brillantes que las de masa menor. Ésta es la «ley masa-brillo». En esta relación, la luminosidad varía con la sexta o séptima potencia de la masa. Si ésta aumenta tres veces, la luminosidad aumenta en la sexta o séptima potencia de 3, es decir, unas 750 veces.
Se sigue de ello que las estrellas de gran masa consumen rápidamente su combustible hidrógeno y tienen una vida más corta. Nuestro Sol posee el hidrógeno suficiente para muchos miles de millones de años, siempre que mantenga su ritmo actual de irradiación. Una estrella brillante como Capella se consumirá en unos 20 millones de años, y algunas de las estrellas más brillantes, por ejemplo, Rigel, posiblemente no durarán más de 1 ó 2 millones de años. Esto significa que las estrellas muy brillantes deben de ser muy jóvenes. Quizás en este momento se estén formando nuevas estrellas en regiones del espacio en que hay suficiente polvo para proporcionar la materia prima necesaria.
El astrónomo americano George Herbig detectó, en 1955, dos estrellas en el polvo de la nebulosa de Orión, que no eran visibles en las fotografías de la región tomadas algunos años antes. Podría tratarse muy bien de estrellas que nacían cuando las observábamos.
Allá por 1965 se localizaron centenares de estrellas tan frías, que no tenían brillo alguno. Se detectaron mediante la radiación infrarroja, y, en consecuencia, se las denominó «gigantes infrarrojas», ya que están compuestas por grandes cantidades de materia gaseiforme. Se cree que se trata de masas de polvo y gas que forman un conglomerado, cuya temperatura aumenta gradualmente. A su debido tiempo adquieren el calor suficiente para brillar, y la posibilidad que se incorporen oportunamente a la secuencia principal dependerá de la masa total de la materia así acumulada.
El paso siguiente en el estudio de la evolución estelar procedió del análisis de las estrellas en los agregados globulares. Todas las estrellas de un agregado se encuentran aproximadamente a la misma distancia de nosotros, de forma que su magnitud aparente es proporcional a su magnitud absoluta (como en el caso de las cefeidas en las Nubes de Magallanes). Por tanto, como quiera que se conoce su magnitud, puede elaborarse un diagrama H-R de estas estrellas. Se ha descubierto que las estrellas más frías (que queman lentamente su hidrógeno) se localizan en la secuencia principal, mientras que las más calientes tienden a separarse de ella.
De acuerdo con su elevada velocidad de combustión y con su rápido envejecimiento, siguen una línea definida, que muestra diversas fases de evolución, primero, hacia las gigantes rojas, y luego, en sentido opuesto, y a través de la secuencia principal, de forma descendente, hacia las enanas blancas.
A partir de esto y de ciertas consideraciones teóricas sobre la forma en que las partículas subatómicas pueden combinarse a ciertas temperaturas y presiones elevadas, Fred Hoyle ha trazado una imagen detallada del curso de la evolución de una estrella. Según este astrónomo, en sus fases iniciales, una estrella cambia muy poco de tamaño o temperatura. (Ésta es, actualmente, la posición de nuestro Sol, y en ella seguirá durante mucho tiempo.) Cuando en su interior, en que se desarrolla una elevadísima temperatura, convierte el hidrógeno en helio, éste se acumula en el centro de la estrella. Y al alcanzar cierta entidad este núcleo de helio, la estrella empieza a variar de tamaño y temperatura de forma espectacular. Se hace más fría y se expande enormemente. En otras palabras: abandona la secuencia principal y se mueve en dirección a las gigantes rojas. Cuanto mayor es la masa de la estrella, tanto más rápidamente llega a este punto. En los agregados globulares, las de mayor masa ya han avanzado mucho a lo largo de esta vía.
La gigante que se expande libera más calor, pese a su baja temperatura, debido a su mayor superficie. En un futuro remoto, cuando el Sol abandone la secuencia principal, y quizás algo antes, habrá calentado hasta tal punto la Tierra, que la vida será imposible en ella. Sin embargo, nos hallamos aún a miles de millones de años de este hecho.
Hasta no hace mucho, la conversión del hidrógeno en helio era la única fuente de energía conocida en las estrellas, lo cual planteaba un problema respecto a las gigantes rojas. Cuando una estrella ha alcanzado la fase de gigante roja, la mayor parte de su hidrógeno se ha consumido. Entonces, ¿cómo puede seguir irradiando tan enormes cantidades de energía? Hoyle sugirió que, al final, llega a contraerse también el núcleo de helio, y, como resultado, su temperatura aumenta hasta tal punto, que los núcleos de helio pueden fusionarse para formar carbono, con liberación de energía adicional. En 1959, el físico americano David E. Alburger demostró, en el laboratorio, que esta reacción puede producirse. Es muy rara y de un tipo muy poco probable, pero existen tantos átomos de helio en una gigante roja, que puede llegarse a tales fusiones en número suficiente como para proporcionar las cantidades necesarias de energía adicional.
Temperatura superficial en grados Fahrenheit. El diagrama de Hertzsprung-Russell. La línea de trazos representa la evolución de una estrella. El tamaño relativo de las estrellas sólo se da de forma esquemática, no a escala.
Hoyle fue más lejos. El nuevo núcleo de carbono se calienta todavía más, y entonces se empiezan a formar átomos más complejos aún, como los de oxígeno y neón. Mientras ocurre esto, la estrella se va contrayendo y calentándose de nuevo; vuelve a incorporarse a la secuencia principal. La estrella empieza a adquirir una serie de capas, como las de una cebolla. Se compone de un núcleo de oxígeno-neón, una capa de carbono y otra de helio, y el conjunto se halla envuelto en una cutícula de hidrógeno todavía no convertido.
Al seguir aumentando la temperatura en el centro, se van desencadenando reacciones cada vez más complejas. En el nuevo núcleo, el neón puede convertirse en magnesio, el cual puede combinarse, a su vez, para formar sílice y, finalmente, hierro. En una última fase de su vida, la estrella puede estar constituida por más de media docena de capas concéntricas, en cada una de las cuales se consume un combustible distinto. La temperatura central puede haber alcanzado entonces los 1.500 o 2.000 millones de grados.
Sin embargo, en comparación con su larga vida como consumidor de oxígeno, la estrella está situada en la vertiente de un rápido tobogán respecto a los restantes combustibles. Su vida en la secuencia principal es feliz, pero corta. Una vez la estrella empieza a formar hierro, ha alcanzado un punto muerto, pues los átomos de este metal representan el punto de máxima estabilidad y mínimo contenido energético. Para alterar los átomos de hierro en la dirección de los átomos más complejos, o de átomos menos complejos, se requiere una ganancia de energía en el sistema.
Además, cuando la temperatura central aumenta con la edad, se eleva también la presión de irradiación de una manera proporcionada a la cuarta potencia de la temperatura. Cuando ésta se duplica, la presión aumenta 16 veces, y el equilibrio entre ella y la gravitación se hace cada vez más delicado. Un desequilibrio temporal dará resultados progresivamente más drásticos, y si tal presión aumenta demasiado de prisa, puede estallar una nova. La pérdida de una parte de la masa tal vez resuelva la situación, por lo menos, temporalmente, y entonces la estrella seguirá envejeciendo, sin sufrir nuevas catástrofes, durante un millón de años más o menos.
Pero también es posible que se mantenga el equilibrio y que no se llegue a la explosión de la estrella. En tal caso, las temperaturas centrales pueden elevarse tanto, según opina Hoyle, que los átomos de hierro se separen, para originar helio; mas para que ocurra esto, tal como hemos dicho, debe introducirse energía en los átomos. La única forma en que la estrella puede conseguir esta energía es a partir de su campo gravitatorio. Cuando la estrella se encoge, la energía que obtiene puede destinarse a convertir el hierro en helio. Sin embargo, es tan grande la cantidad de energía necesaria, que la estrella ha de empequeñecerse bruscamente, hasta convertirse en una pequeña fracción de su volumen anterior, lo cual ocurriría, siempre según Hoyle, «aproximadamente en un segundo».
Por tanto, la estrella corriente muere en un abrir y cerrar de ojos, y ocupa su lugar entonces una enana blanca. Éste es el destino que correrá nuestro Sol en un futuro muy remoto, y estrellas hoy más brillantes que el Sol alcanzarán ese estado antes que él (quizás en los próximos 5 mil millones de años). Todo esto permite explicar cómo se forma una enana blanca sin llegar a la explosión. Y quizás ocurrió esto con enanas tales como Sirio B y Proción B. Pero, ¿cuál es el destino de las supernovas?
El astrónomo hindú Subrahmanyan Chandrasekhar calculó, en el Observatorio de Yerkes, que ninguna estrella de masa 1,4 veces mayor que la de nuestro Sol (llamado ahora «límite de Chandrasekhar», en honor al citado investigador) puede convertirse en una enana blanca mediante el proceso «normal» descrito por Hoyle. Y, en realidad, todas las enanas blancas observadas hasta ahora se hallan por debajo del límite de masa establecido por Chandrasekhar. Creemos asimismo que la Nebulosa del Cangrejo, respecto a la cual se admite que es un resto de la explosión de una supernova y que, según parece, posee una enana blanca en su centro, tiene más de 1.4 veces la masa de nuestro Sol, considerando también la masa del gas proyectado.
Veamos, pues, cómo la estrella original, al rebasar el citado límite, pudo convertirse en una enana blanca. La razón del «límite de Chandrasekhar» es la que cuanto mayor masa tiene la estrella, tanto más debe encogerse (o sea, tanto más densa tiene que hacerse), al objeto de proporcionar la energía necesaria para volver a convertir su hierro en helio, ya que, por así decirlo, existe un limite para la posible retracción. Sin embargo, una estrella de gran masa puede rebasar este límite. Cuando la estrella empieza a colapsarse, su núcleo de hierro se encuentra todavía rodeado de una voluminosa capa externa de átomos que aún no han alcanzado una estabilidad máxima. Cuando las regiones externas se colapsan y aumenta su temperatura, estas sustancias, todavía combinables, entran bruscamente en «ignición». El resultado es una explosión, que proyecta al espacio el material exterior de la estrella. La enana blanca que resulta de tal explosión se halla entonces por debajo del límite de Chandrasekhar, aunque la estrella original se encontrara por encima del mismo.
Esto puede aplicarse, no sólo a la Nebulosa del Cangrejo, sino también a todas las supernovas. Nuestro Sol, que, de momento, se halla por debajo del límite de Chandrasekhar- podría convertirse algún día en enana blanca, aunque, al parecer, nunca podrá transformarse en una supernova.
Hoyle aventura la posibilidad que la materia expulsada al espacio por una supernova pueda dispersarse a través de las galaxias y servir como materia prima para la formación de nuevas estrellas de la «segunda generación», ricas en hierro y otros elementos metálicos. Nuestro propio Sol tal vez sea una estrella de la segunda generación, mucho más joven que las antiguas estrellas de algunos de los cúmulos globulares libres de polvo. Las estrellas de la «primera generación» poseen escaso contenido en metales y son ricas en hidrógeno. La Tierra, formada a partir de los mismos restos de los que nació el Sol, es extraordinariamente rica en hierro, hierro que pudo haber existido alguna vez en el centro de una estrella que explotara hace muchos miles de millones de años.
Por lo que respecta a las enanas blancas, aún cuando van muriendo, parece que esta muerte se prolongará de una manera indefinida. Su única fuente de energía consiste en la contracción gravitatoria, pero esta fuerza es tan inmensa, que puede proporcionar a las enanas blancas poco radiantes la energía suficiente para perdurar decenas de miles de millones de años antes de oscurecerse por completo, y convertirse en «enanas negras».
O bien pudiera ser, como veremos hacia el final del capítulo- que ni siquiera la enana blanca representara la fase culminante de esa evolución estelar y que hubiera estrellas incluso más condensadas, cuyas partículas atómicas se aproximaran entre sí hasta entrar virtualmente en contacto; entonces, toda la masa de una estrella se comprimiría hasta formar un globo de un diámetro no superior a los 16 km.
La detección de esos casos extremos requerirá un compás de espera, hasta que aparezcan nuevos métodos para explorar el Universo; entonces será factible el aprovechamiento de otras radiaciones que no sean las de la luz visible.
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Las Ventanas Del Universo
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Las más formidables armas del hombre para su conquista del conocimiento son la mente racional y la insaciable curiosidad que lo impulsa. Y esta mente, llena de recursos, ha inventado sin cesar instrumentos para abrir nuevos horizontes más allá del alcance de sus órganos sensoriales.
El ejemplo más conocido es el vasto cúmulo de conocimientos que siguieron a la invención del telescopio, en 1609. En esencia, el telescopio es, simplemente, un ojo inmenso. En contraste con la pupila humana, de 6 mm, el telescopio de 200 pulgadas del Monte Palomar tiene más de 100.000 mm 2 de superficie receptora de luz. Su poder colector de la luz intensifica la luminosidad de una estrella aproximadamente un millón de veces, en comparación con la que puede verse a simple vista.
Este telescopio, puesto en servicio en 1948, es el más grande en la actualidad, aunque la Unión Soviética, cuyo mayor ingenio actual, en este sentido, es uno de 102 pulgadas, está construyendo otro de 236 pulgadas. Durante la década 1950-1960. Merle A. Ture desarrolló un tubo de imagen que ampliaba electrónicamente la luz recibida de un telescopio, triplicando su poder. Sin embargo, en este caso también es aplicable la ley de la rentabilidad. Construir telescopios aún mayores carecería de sentido, dado que la absorción de la luz y las variaciones térmicas de la atmósfera terrestre son factores que limitan la capacidad para distinguir los detalles más pequeños. Si han de construirse telescopios mayores, sólo se podrá sacarles todo el partido en un observatorio dispuesto en el vacío, quizás instalado en la Luna.
Pero la simple ampliación e intensificación de la luz no es todo lo que los telescopios pueden aportar al ser humano. El primer paso para convertirlo en algo más que un simple colector de luz se dio en 1666, cuando Isaac Newton descubrió que la luz podía separarse en lo que él denominó un «espectro» de colores. Hizo pasar un haz de luz solar a través de un prisma de cristal de forma triangular, y comprobó que el haz originaba una banda constituida por luz roja, naranja, amarilla, verde, azul y violeta, y que cada color pasaba al próximo mediante una transición suave. (Por supuesto que el fenómeno en sí ya era familiar en la forma del arco iris, que es el resultado del paso de la luz solar a través de las gotitas de agua, las cuales actúan como diminutos prismas.)
Lo que Newton demostró fue que la luz solar, o «luz blanca», es una mezcla de muchas radiaciones específicas (que hoy reconocemos como formas ondulatorias, de diversa longitud de onda), las cuales excitan el ojo humano, determinando la percepción de los citados colores. El prisma los separa, debido a que, al pasar del aire al cristal y de éste a aquél, la luz es desviada en su trayectoria o «refractada», y cada longitud de onda experimenta cierto grado de refracción, la cual es mayor cuanto más corta es la longitud de onda. Las longitudes de onda de la luz violeta son las más refractadas; y las menos, las largas longitudes de onda del rojo.
Entre otras cosas, esto explica un importante defecto en los primeros telescopios, o sea, que los objetos vistos a través de los telescopios aparecían rodeados de anillos de color, que hacían confusa la imagen, debido a que la dispersaban en espectros las lentes a cuyo través pasaba la luz.
Newton intentó una y otra vez corregir este defecto, pues ello ocurría al utilizar lentes de cualquier tipo. Con tal objeto, ideó y construyó un «telescopio reflector», en el cual se utilizaba un espejo parabólico, más que una lente, para ampliar la imagen. La luz de todas las longitudes de onda era reflejada de la misma forma, de tal modo que no se formaban espectros por refracción y, de consiguiente, no aparecían anillos de color («aberración cromática»).
En 1757, el óptico inglés John Dollond fabricó lentes de dos clases distintas de cristal; cada una de ellas equilibraba la tendencia de la otra a formar espectros. De esta forma pudieron construirse lentes «acromáticas» («sin color»). Con ellas volvieron a hacerse populares los «telescopios refractores». El más grande de tales telescopios, con una lente de 40 pulgadas, se encuentra en el Observatorio de Yerkes, cerca de la Bahía de Williams (Wisconsin), y fue instalado en 1897. Desde entonces no se han construido telescopios refractores de mayor tamaño, ni es probable que se construyan, ya que las lentes de dimensiones mayores absorberían tanta luz que neutralizarían las ventajas ofrecidas por su mayor potencia de amplificación. En consecuencia, todos los telescopios gigantes construidos hasta ahora son reflectores, puesto que la superficie de reflexión de un espejo absorbe muy poca cantidad de luz.
En 1814, un óptico alemán, Joseph von Fraunhofer, realizó un experimento inspirado en el de Newton. Hizo pasar un haz de luz solar a través de una estrecha hendidura, antes que fuera refractado por un prisma. El espectro resultante estaba constituido por una serie de imágenes de la hendidura, en la luz de todas las longitudes de onda posible. Había tantas imágenes de dicha hendidura, que se unían entre sí para formar el espectro. Los prismas de Fraunhofer eran tan perfectos y daban imágenes tan exactas, que permitieron descubrir que no se formaban algunas de las imágenes de la hendidura. Si en la luz solar no había determinadas longitudes de ondas de luz, no se formaría la imagen correspondiente de la hendidura en dichas longitudes de onda, y el espectro solar aparecería cruzado por líneas negras.
Fraunhofer señaló la localización de las líneas negras que había detectado, las cuales eran más de 700. Desde entonces se llaman «líneas de Fraunhofer». En 1842, el físico francés Alexandre Edmond Becquerel fotografió por primera vez las líneas del espectro polar. Tal fotografía facilitaba sensiblemente los estudios espectrales, lo cual, con ayuda de instrumentos modernos, ha permitido detectar en el espectro solar más de 30.000 líneas negras y determinar sus longitudes de onda.
A partir de 1850, una serie de científicos emitió la hipótesis que las líneas eran características de los diversos elementos presentes en el Sol. Las líneas negras representaban la absorción de la luz. por ciertos elementos, en las correspondientes longitudes de onda; en cambio, las líneas brillantes representarían emisiones características de luz por los elementos. Hacia 1859, el químico alemán Robert Wilhelm Bunsen y su compatriota Gustav Robert Kirchhoff elaboraron un sistema para identificar los elementos. Calentaron diversas sustancias hasta su incandescencia, dispersaron la luz en espectros y midieron la localización de las líneas, en este caso, líneas brillantes de emisión- contra un fondo oscuro, en el cual se había dispuesto una escala, e identificaron cada línea con un elemento particular.
Su «espectroscopio» se aplicó en seguida para descubrir nuevos elementos mediante nuevas líneas espectrales no identificables con los elementos conocidos. En un par de años, Bunsen y Kirchhoff descubrieron de esta forma el cesio y el rubidio.
El espectroscopio se aplicó también a la luz del Sol y de las estrellas. Y en poco tiempo aportó una sorprendente cantidad de información nueva, tanto de tipo químico como de otra naturaleza. En 1862, el astrónomo sueco Anders Jonas Angstrom identificó el hidrógeno en el Sol gracias a la presencia de las líneas espectrales características de este elemento.
El hidrógeno podía ser también detectado en las estrellas, aunque los espectros de éstas variaban entre sí, debido tanto a las diferencias en su constitución química como a otras propiedades. En realidad, las estrellas podían clasificarse de acuerdo con la naturaleza general de su grupo de líneas espectrales. Tal clasificación la realizó por vez primera el astrónomo italiano Pietro Angelo Secchi, a mediados del siglo XIX, basándose en algunos espectros. Hacia 1890, el astrónomo americano Edward Charles Pickering estudió los espectros estelares de decenas de millares de cuerpos celestes, lo cual permitió realizar la clasificación espectral con mayor exactitud.
Originalmente, esta clasificación se efectuó con las letras mayúsculas por orden alfabético; pero a medida que se fue aprendiendo cada vez más sobre las estrellas, hubo que alterar dicho orden para disponer las «clases espectrales» en una secuencia lógica. Si las letras se colocan en el orden de las estrellas de temperatura decreciente, tenemos O, B, A, F, G, H, M, R, N y S. Cada clasificación puede subdividirse luego con los números del 1 al 10. El Sol es una estrella de temperatura media, de la clase espectral de G-0. mientras que Alfa de Centauro es de la G-2. La estrella Proción, algo más caliente, pertenece a la clase F-5, y Sirio, de temperatura probablemente más elevada, de la A-0.
El espectroscopio podía localizar nuevos elementos no sólo en la Tierra, sino también en el firmamento. En 1868, el astrónomo francés Pierre-Jules-César Janssen observó un eclipse total de Sol desde la India, y comunicó la aparición de una línea espectral que no podía identificar con la producida por cualquier elemento conocido. El astrónomo inglés Sir Norman Lockyer, seguro que tal línea debía de representar un nuevo elemento, lo denominó «helio», de la voz griega con que se designa el «Sol». Sin embargo, transcurrirían 30 años más antes que se descubriera el helio en nuestro planeta.
Como ya hemos visto, el espectroscopio se convirtió en un instrumento para medir la velocidad radial de las estrellas, así como para investigar otros muchos problemas. Por ejemplo, las características magnéticas de una estrella, su temperatura, si era simple o doble, etc.
Además, las líneas espectrales constituían una verdadera enciclopedia de información sobre la estructura atómica, que, sin embargo, no pudo utilizarse adecuadamente hasta después de 1890 cuando se descubrieron las partículas subatómicas en el interior del átomo. Por ejemplo, en 1885, el físico alemán Johann Jakob Balmer demostró que el hidrógeno producía en el espectro toda una serie de líneas, que se hallaban espaciadas con regularidad, de acuerdo con una fórmula relativamente simple. Este fenómeno fue utilizado una generación más tarde, para deducir una imagen importante de la estructura del átomo de hidrógeno (véase capítulo VII).
El propio Lockyer mostró que las líneas espectrales producidas por un elemento dado se alteraban a altas temperaturas. Esto revelaba algún cambio en los átomos. De nuevo, este hallazgo no fue apreciado hasta que se descubrió que un átomo constaba de partículas más pequeñas, algunas de las cuales eran expulsadas a temperaturas elevadas; lo cual alteraba la estructura atómica y, por tanto, la naturaleza de las líneas que producía el átomo. (Tales líneas alteradas fueron a veces interpretadas erróneamente como nuevos elementos, cuando en realidad el helio es el único elemento nuevo descubierto en los cielos.)
Cuando, en 1830, el artista francés Louis-Jacques-Mandé Daguerre obtuvo los primeros «daguerrotipos» e introdujo así la fotografía, ésta se convirtió pronto en un valiosísimo instrumento para la Astronomía. A partir de 1840, varios astrónomos americanos fotografiaron la Luna, y una fotografía tomada por George Phillips Bond impresionó profundamente en la Exposición Internacional celebrada en Londres en 1851. También fotografiaron el Sol.
En 1860, Secchi tomó la primera fotografía de un eclipse total de Sol. Hacia 1870, las fotografías de tales eclipses habían demostrado ya que la corona y las protuberancias formaban parte del Sol, no de nuestro satélite.
Entretanto, a principios de la década iniciada con 1850, los astrónomos obtuvieron también fotografías de estrellas distantes. En 1887, el astrónomo escocés David Gill tomaba de forma rutinaria fotografías de las estrellas. De esta forma, la fotografía se hizo más importante que el mismo ojo humano para la observación del Universo.
La técnica de la fotografía con telescopio ha progresado de forma constante. Un obstáculo de gran importancia lo constituye el hecho que un telescopio grande puede cubrir sólo un campo muy pequeño. Si se intenta aumentar el campo, aparece distorsión en los bordes. En 1930, el óptico ruso-alemán Bernard Schmidt ideó un método para introducir una lente correctora, que podía evitar la distorsión. Con esta lente podía fotografiarse cada vez una amplia área del firmamento y observarla en busca de objetos interesantes, que luego podían ser estudiados con mayor detalle mediante un telescopio convencional. Como quiera que tales telescopios son utilizados casi invariablemente para los trabajos de fotografía, fueron denominados «cámaras de Schmidt».
Las cámaras de Schmidt más grandes empleadas en la actualidad son una de 53 pulgadas, instalada en Tautenberg (Alemania oriental), y otra, de 48 pulgadas, utilizada junto con el telescopio Hale de 200 pulgadas, en el Monte Palomar. La tercera, de 39 pulgadas, se instaló en 1961 en un observatorio de la Armenia soviética.
Hacia 1800, William Herschel (el astrónomo que por vez primera explicó la probable forma de nuestra galaxia) realizó un experimento tan sencillo como interesante. En un haz de luz solar que pasaba a través de un prisma, mantuvo un termómetro junto al extremo rojo del espectro. La columna de mercurio ascendió. Evidentemente, existía una forma de radiación invisible a longitudes de onda que se hallaban por debajo del espectro visible. La radiación descubierta por Herschel recibió el nombre de «infrarroja», por debajo del rojo-. Hoy sabemos que casi el 60 % de la radiación solar se halla situada en el infrarrojo.
Aproximadamente por la misma época, el físico alemán Johann Wilhelm Ritter exploró el otro extremo del espectro. Descubrió que el nitrato de plata, que se convierte en plata metálica y se oscurece cuando es expuesto a la luz azul o violeta, se descomponía aún más rápidamente al colocarla por debajo del punto en el que el espectro era violeta. Así, Ritter descubrió la «luz» denominada ahora «ultravioleta» (más allá del violeta). Estos dos investigadores, Herschel y Ritter, habían ampliado el espectro tradicional y penetrado en nuevas regiones de radiación.
Estas nuevas regiones prometían ofrecer abundante información. La región ultravioleta del espectro solar, invisible a simple vista, puede ponerse de manifiesto con toda claridad mediante la fotografía. En realidad, si se utiliza un prisma de cuarzo, el cuarzo transmite la luz ultravioleta, mientras que el cristal corriente absorbe la mayor parte de ella- puede registrarse un espectro ultravioleta bastante complejo, como lo demostró por vez primera, en 1852, el físico británico George Gabriel Stokes. Por desgracia, la atmósfera sólo permite el paso de radiaciones del «ultravioleta cercano», o sea la región del espectro constituida por longitudes de onda casi tan largas como las de la luz violeta. El «ultravioleta lejano», con sus longitudes de onda particularmente cortas, es absorbido en la atmósfera superior.
En 1860, el físico escocés James Clerk Maxwell elaboró una teoría que predecía la existencia de toda una familia de radiaciones asociadas a los fenómenos eléctricos y magnéticos («radiación electromagnética»), familia de la cual la luz corriente era sólo una pequeña fracción. La primera radiación definida de las predichas por él llegó un cuarto de siglo más tarde, siete años después de su prematura muerte por cáncer. En 1887, el físico alemán Heinrich Rudolf Hertz, al generar una corriente oscilatoria a partir de la chispa de una bobina de inducción, produjo y detectó una radiación de longitudes de onda extremadamente largas, mucho más largas que las del infrarrojo corriente. Se les dio el nombre de «ondas radioeléctricas».
Las longitudes de onda de la luz visible se miden en micras o micrones (milésima parte del milímetro, representada por la letra griega ì). Se extienden desde las 0,39 (extremo violeta) a las 0,78 ì, (extremo rojo). Seguidamente se encuentra el «infrarrojo cercano» (0,78 a 3 ì), el «infrarrojo medio» (3 a 30 ì ), el «infrarrojo lejano» (30 a 1.000 ì). Aqu í es donde empiezan las ondas radioeléctricas: las denominadas «ondas ultracortas» se extienden desde las 1.000 a las 160.000 ì. Y las radioel éctricas de onda larga llegan a tener muchos miles de millones de micras.
La radiación puede caracterizarse no sólo por la longitud de onda, sino también por la «frecuencia», o sea, el número de ondas de radiación producidas por segundo. Este valor es tan elevado para la luz visible y la infrarroja, que no suele emplearse en estos casos. Sin embargo, para las ondas de radio la frecuencia alcanza cifras más bajas, y entonces es ventajoso definirlas en términos de ésta. Un millar de ondas por segundo se llama «kilociclo», y un millón de ondas por segundo, «megaciclo». La región de las ondas ultracortas se extiende desde los 300.000 hasta los 1.000 megaciclos. Las ondas de radio mucho mayores, usadas en las estaciones radio corrientes, se hallan en el campo de frecuencia de los kilociclos.
Una década después del descubrimiento de Hertz, se extendió, de forma similar, el otro extremo del espectro. En 1895, el físico alemán Wilhelm Konrad Roentgen descubrió, accidentalmente, una misteriosa radiación que de nominó rayos X. Sus longitudes de onda resultaron ser más cortas que las ultravioleta. Posteriormente, Rutherford demostró que los «rayos gamma», asociados a la radiactividad, tenían una longitud de onda más pequeña aún que la de los rayos X.
La mitad del espectro constituido por las ondas cortas se divide ahora, de una manera aproximada, de la siguiente forma: l as longitudes de onda de 0,39 a 0,17 ì pertenecen al «ultravioleta cercano»; de las 0,17 a la 0,01 ì, al «ultravioleta lejano»; de las 0,01 a las 0,00001 ì, a los rayos X; mientras que los rayos gamma se extienden desde esta cifra hasta menos de la milmill onésima parte de la micra.
Así, pues, el espectro original de Newton se había extendido enormemente. Si consideramos cada duplicación de una longitud de onda como equivalente a una octava (como ocurre en el caso del sonido), el espectro electromagnético, en toda su extensión estudiada, abarca 60 octavas. La luz visible ocupa sólo una de estas octavas, casi en el centro del espectro.
Por supuesto que con un espectro más amplio podemos tener un punto de vista más concreto sobre las estrellas. Sabemos, por ejemplo, que la luz solar es rica en luz ultravioleta e infrarroja. Nuestra, atmósfera filtra la mayor parte de estas radiaciones; pero en 1931, y casi por accidente, se descubrió una ventana de radio al Universo.
Karl Jansky, joven ingeniero radiológico de los laboratorios de la «Bell Telephone», estudió los fenómenos de estática que acompañan siempre a la recepción de radio. Apreció un ruido muy débil y constante, que no podía proceder de ninguna de las fuentes de origen usuales. Finalmente, llegó a la conclusión que la estática era causada por ondas de radio procedentes, del espacio exterior.
Al principio, las señales de radio procedentes del espacio parecían más fuertes en la dirección del Sol; pero, con los días, tal dirección fue desplazándose lentamente desde el Sol y trazando un círculo en el cielo. Hacia 1933, Jansky emitió la hipótesis que las ondas de radio procedían de la Vía Láctea y, en particular, de Sagitario, hacia el centro de la Galaxia.
Así nació la «Radioastronomía». Los astrónomos no se sirvieron de ella en seguida, pues tenía graves inconvenientes. No proporcionaba imágenes nítidas, sino sólo trazos ondulantes sobre un mapa, que no eran fáciles de interpretar. Pero había algo más grave aún: las ondas de radio eran de una longitud demasiado larga para poder resolver una fuente de origen tan pequeña como una estrella. Las señales de radio a partir del espacio ofrecían longitudes de onda de cientos de miles e incluso de millones de veces la longitud de onda de la luz, y ningún receptor convencional podía proporcionar algo más que una simple idea general de la dirección que procedían. Estas dificultades oscurecieron la importancia del nuevo descubrimiento, hasta que un joven radiotécnico, Grote Reber, por pura curiosidad personal, prosiguió los estudios sobre este hallazgo. Hacia 1937, gastó mucho tiempo y dinero en construir, en el patio de su casa, un pequeño «radiotelescopio» con un «reflector» paraboloide de unos 900 cm de diámetro, para recibir y concentrar las ondas de radio. Empezó a trabajar en 1938, y no tardó en descubrir una serie de fuentes de ondas de radio distintas de la de Sagitario: una, en la constelación del Cisne, por ejemplo, y otra en la de Casiopea. (A tales fuentes de radiación se les dio al principio el nombre de «radioestrellas», tanto si las fuentes de origen eran realmente estrellas, como si no lo eran; hoy suelen llamarse «fuentes radioeléctricas».)
Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras los científicos británicos desarrollaban el radar, descubrieron que el Sol interfería sus señales al emitir radiaciones en la región de las ondas ultracortas. Esto desvió su interés hacia la Radioastronomía, y, después de la guerra, los ingleses prosiguieron sus radiocontactos con el Sol. En 1950 descubrieron que gran parte de las señales radioeléctricas procedentes del Sol estaban asociadas con sus manchas. (Jansky había realizado sus experiencias durante un período de mínima actividad solar, motivo por el cual había detectado más la radiación galáctica que la del Sol.)
Los británicos fueron los pioneros en la construcción de grandes antenas y series de receptores muy separados (técnica usada por vez primera en Australia) para hacer más nítida la recepción y localizar las estrellas emisoras de ondas radioeléctricas. Su pantalla, de 75 m, en Jodrell Bank, Inglaterra, construida bajo la supervisión de Sir Bernard Lowell, fue el primer radiotelescopio verdaderamente grande.
En 1947, el astrónomo australiano John C. Bolton detectó la tercera fuente radioeléctrica más intensa del firmamento, y demostró que procedía de la nebulosa del Cangrejo. De las 2.000 fuentes radioeléctricas detectadas en distintos lugares del firmamento, ésta fue la primera en ser asignada a un objeto realmente visible. Parecía improbable que fuera una enana blanca lo que daba origen a la radiación, ya que otras enanas blancas no cumplían esta misión. Resultaba mucho más probable que la fuente en cuestión fuese la nube de gas en expansión, en la nebulosa.
Esto apoyaba otras pruebas que las señales radioeléctricas procedentes del cosmos se originaban principalmente en gases turbulentos. El gas turbulento de la atmósfera externa del Sol origina ondas de radio, por lo cual se denomina «sol radioemisor», cuyo tamaño es superior al del Sol visible. Posteriormente se comprobó que también Júpiter, Saturno y Venus, planetas de atmósfera turbulenta- eran emisores de ondas radioeléctricas. Sin embargo, en el caso de Júpiter, la radiación, detectada por primera vez en 1955 y registrada ya en 1950- parece estar asociada de algún modo con un área particular, la cual se mueve tan regularmente, que puede servir para determinar el período de rotación de Júpiter con una precisión de centésimas de segundo. ¿Acaso indica esto la asociación con una parte de la superficie sólida de Júpiter, una superficie nunca vista tras las oscuras, nubes de una atmósfera gigantesca? Y si es así, ¿por qué? En 1964 se señaló que el período de rotación de Júpiter se había alterado bruscamente, aunque en realidad lo había hecho sólo de forma ligera. De nuevo hemos de preguntarnos: ¿Por qué? Hasta el momento, los estudios radioeléctricos han planteado más cuestiones de las que han resuelto, pero no hay nada tan estimulante para la Ciencia y para los científicos como una buena cuestión no resuelta.
Jansky, que fue el iniciador de todo esto, no recibió honores durante su vida, y murió, en 1950, a los 44 años de edad, cuando la Radioastronomía empezaba a adquirir importancia. En su honor, y como reconocimiento póstumo, las emisiones radioeléctricas se miden ahora por «jankies».
La Radioastronomía exploró la inmensidad del espacio. Dentro de nuestra Galaxia existe una potente fuerza radioeléctrica, la más potente entre las que trascienden el Sistema Solar, denominada «Cas» por hallarse localizada en Casiopea. Walter Baade y Rudolph Minkowski, en el Monte Palomar, dirigieron el telescopio de 200 pulgadas hacia el punto donde esta fuente había sido localizada por los radiotelescopios británicos, y encontraron indicios de gas en turbulencias. Es posible que se trate de los restos de la supernova de 1604, que Kepler había observado en Casiopea.
Un descubrimiento más distante aún fue realizado en 1951. La segunda fuente de radio de mayor intensidad se halla en la constelación del Cisne. Reber señaló por vez primera su presencia en 1944. Cuando los radiotelescopios la localizaron más tarde con mayor precisión, pudo apreciarse que esta fuente radioeléctrica se hallaba fuera de nuestra Galaxia. Fue la primera que se localizó más allá de la Vía Láctea. Luego, en 1951, Baade, estudiando, con el telescopio de 200 pulgadas, la porción indicada del firmamento, descubrió una singular galaxia en el centro del área observada.
Tenía doble centro y parecía estar distorsionada. Baade sospechó que esta extraña galaxia, de doble centro y con distorsión, no era en realidad una galaxia, sino dos, unidas por los bordes como dos platillos al entrechocar. Baade pensó que eran dos galaxias en colisión, posibilidad que ya había discutido con otros astrónomos.
Necesitó un año para aclarar la cuestión. El espectroscopio mostraba líneas de absorción, que sólo podían explicarse suponiendo que el polvo y el gas de las dos galaxias habían entrado en colisión, colisión que se acepta hoy como un hecho. Además, parece probable que los choques galácticos sean bastante comunes, especialmente en los aglomerados densos, donde las galaxias pueden estar separadas por distancias no muy superiores a sus propios diámetros.
Cuando dos galaxias entran en colisión no es probable que choquen entre sí las estrellas contenidas en ellas: se hallan tan ampliamente espaciadas, que una galaxia podría pasar a través de otra sin que ninguna estrella se aproximara demasiado a otra. Pero las nubes de polvo y gas son agitadas con enorme turbulencia, con lo cual se genera una radiación, radioeléctrica de gran intensidad. Las galaxias en colisión en el Cisne se hallan distantes de nosotros unos 260 millones de años luz, pero las señales radioeléctricas que nos llegan son más intensas que las de la nebulosa del Cangrejo, de la que nos separan sólo 3.500 años luz. Por tanto, se habrían de detectar galaxias en colisión a distancias mayores de las que pueden verse con el telescopio óptico. El radiotelescopio de 75 m de Jodrell Bank, por ejemplo, podía alcanzar distancias mayores que el telescopio de 200 pulgadas de Hale.
Pero cuando aumentó el número de fuentes radioeléctricas halladas entre las galaxias distantes, y tal número pasó de 100, los astrónomos se inquietaron. No era posible que todas ellas pudieran atribuirse a galaxias en colisión. Sería como pretender sacar demasiado partido a una posible explicación.
A decir verdad, la noción sobre colisiones galácticas en el Universo se tambaleó cada vez más. En 1955, el astrofísico soviético Victor Amazaspovich Ambartsumian expuso ciertos fundamentos teóricos para establecer la hipótesis que las radiogalaxias tendían a la explosión, más bien que a la colisión. En 1960, Fred Hoyle sugirió que las galaxias que emitían tan tremendos haces de ondas radioeléctricas que podían detectarse a cientos de millones de años luz, podían ofrecer series completas de supernovas. En el hacinado centro de un núcleo galáctico puede explotar una supernova y calentar a una estrella próxima hasta el punto de determinar su explosión y transformación en otra supernova. La segunda explosión inicia una tercera, ésta una cuarta, y así sucesivamente. En cierto sentido, todo el centro de una galaxia es una secuencia de explosiones.
La posibilidad que ocurra esto fue confirmada en gran parte por el descubrimiento, en 1963, de la galaxia M-82, en la constelación de la Osa Mayor, una fuente radioeléctrica de gran intensidad (aproximadamente, unos 10 millones de años luz), es una galaxia en explosión de este tipo.
El estudio de la M-82 con el telescopio Hale de 200 pulgadas, y usando la luz de una longitud de onda particular, mostró grandes chorros de materia que, emergían aproximadamente a unos 1.000 años luz del centro de la galaxia. Por la cantidad de materia que explotaba, la distancia que ésta había recorrido y su velocidad de desplazamiento, parece posible deducir que, hace 1,5 millones de años, llegó por vez primera a nosotros la luz de unos 5 millones de estrellas que habían estallado casi simultáneamente en el núcleo.
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Los Nuevos Objetos
Al entrar en la década de 1960-1970, los astrónomos tenían buenas razones para suponer que los objetos físicos del firmamento nos depararían ya pocas sorpresas. Nuevas teorías, nuevos atisbos reveladores..., sí; pero habiendo transcurrido ya tres siglos de concienzuda observación con instrumentos cada vez más perfectos, no cabía esperar grandes y sorprendentes descubrimientos en materia de estrellas, galaxias u otros elementos similares.
Si algunos de los astrónomos opinaban así, habrán sufrido una serie de grandes sobresaltos, el primero de ellos, ocasionado por la investigación de ciertas radiofuentes que parecieron insólitas, aunque no sorprendentes.
Las primeras radiofuentes sometidas a estudio en la profundidad del espacio parecían estar en relación con cuerpos dilatados de gas turbulento: la nebulosa del Cangrejo, las galaxias distantes y así sucesivamente. Sin embargo, surgieron unas cuantas radiofuentes cuya pequeñez parecía desusada. Cuando los radiotelescopios, al perfeccionarse, fueron permitiendo una visualización cada vez más alambicada de las radiofuentes, se vislumbró la posibilidad que ciertas estrellas individuales emitieran radioondas.
Entre esas radiofuentes compactas se conocían las llamadas 3C48, 3C147, 3C196, 3C273 y 3C286. «3C» es una abreviatura para designar el «Tercer Catálogo de estrellas radioemisoras, de Cambridge», lista compilada por el astrónomo inglés Martin Ryle y sus colaboradores; las cifras restantes designan el lugar de cada fuente en dicha lista.
En 1960, Sandage exploró concienzudamente, con un telescopio de 200 pulgadas, las áreas donde aparecían estas radiofuentes compactas, y en cada caso una estrella padeció la fuente de radiación. La primera estrella descubierta fue la asociada con el 3C48. Respecto al 3C273, el más brillante de todos los objetos, Cyril Hazard determinó en Australia su posición exacta al registrar el bache de radiación cuando la Luna pasó ante él.
Ya antes se habían localizado las citadas estrellas mediante barridos fotográficos del firmamento; entonces se tomaron por insignificantes miembros de nuestra propia Galaxia. Sin embargo, su inusitada radioemisión indujo a fotografiarlas con más minuciosidad, hasta que, por fin, se puso de relieve que no todo era como se había supuesto. Ciertas nebulosidades ligeras resultaron estar claramente asociadas a algunos objetos, y el 3C273 pareció proyectar un minúsculo chorro de materia. En realidad eran dos las radiofuentes relacionadas con el 3C273: una procedente de la estrella, y otra, del chorro. El detenido examen permitió poner de relieve otro punto interesante: las citadas estrellas irradiaban luz ultravioleta con una profusión desusada.
Entonces pareció lógico suponer que, pese a su aspecto de estrellas, las radiofuentes compactas no eran, en definitiva, estrellas corrientes. Por lo pronto se las denominó «fuentes cuasiestelares», para dejar constancia de su similitud con las estrellas. Como este término revistiera cada vez más importancia para los astrónomos, la denominación de «radiofuente cuasiestelar» llegó a resultar engorrosa, por lo cual, en 1964, el físico americano, de origen chino, Hong Yee Chiu ideó la abreviatura «cuasar» (cuasi-estelar), palabra que, pese a ser poco eufónica, ha conquistado un lugar inamovible en la terminología astronómica.
Como es natural, el cuasar ofrece el suficiente interés como para justificar una investigación con la batería completa de procedimientos técnicos astronómicos, lo cual significa espectroscopia. Astrónomos tales como Allen Sandage, Jesse L. Greenstein y Maarten Schmidt se afanaron por obtener el correspondiente espectro. Al acabar su trabajo, en 1960, se encontraron con unas rayas extrañas, cuya identificación fue de todo punto imposible. Por añadidura, las rayas del espectro de cada cuasar no se asemejaban a las de ningún otro.
En 1963, Schmidt estudió de nuevo el 3C273, que, por ser el más brillante de los misteriosos objetos, mostraba también el espectro más claro. Se veían en él seis rayas, cuatro de las cuales estaban espaciadas de tal modo, que semejaban una banda de hidrógeno, lo cual habría sido revelador si no fuera por la circunstancia que tales bandas no deberían estar en el lugar en que se habían encontrado. Pero, ¿y si aquellas rayas tuviesen una localización distinta, pero hubieran aparecido allí porque se las hubiese desplazado hacia el extremo rojo del espectro? De haber ocurrido así, tal desplazamiento habría sido muy considerable e implicaría un retroceso a la velocidad de 40.000 km/seg. Aunque esto parecía inconcebible, si se hubiese producido tal desplazamiento, sería posible identificar también las otras dos rayas, una de las cuales representaría oxígeno menos dos electrones, y la otra, magnesio menos dos electrones.
Schmidt y Greenstein dedicaron su atención a los espectros de otros cuásares y comprobaron que las rayas serían también identificables si se presupusiera un enorme desplazamiento hacia el extremo rojo.
Los inmensos desplazamientos hacia el rojo podrían haber sido ocasionados por la expansión general del Universo; pero si se planteara la ecuación del desplazamiento rojo con la distancia, según la ley de Hubble, resultaría que el cuasar no podría ser en absoluto una estrella corriente de nuestra galaxia. Debería figurar entre los objetos más distantes, situados a miles de millones de años luz.
Hacia fines de 1960 se hablan descubierto ya, gracias a tan persistente búsqueda, 150 cuásares. Luego se procedió a estudiar los espectros de unas 110. Cada uno de ellos mostró un gran desplazamiento hacia el rojo, y, por cierto, en algunos casos bastante mayor que el del 3C273. Según se ha calculado, algunos distan unos 9 mil millones de años luz.
Desde luego. si los cuásares se hallan tan distantes como se infiere de los desplazamientos hacia el extremo rojo, los astrónomos habrán de afrontar algunos obstáculos desconcertantes y difíciles de franquear. Por lo tanto, esos objetos deberán ser excepcionalmente luminosos, para brillar tanto a semejante distancia: entre treinta y cien veces más luminosos que toda una galaxia de tipo corriente.
Ahora bien, si fuera cierto y los cuásares tuvieran la forma y el aspecto de una galaxia, encerrarían un número de estrellas cien veces superior al de una galaxia común y serían cinco o seis veces mayores en cada dimensión. E incluso a esas enormes distancias deberían mostrar, vistas a través de los grandes telescopios, unos inconfundibles manchones ovalados de luz. Pero no ocurre así. Hasta con los mayores telescopios se ven como puntos semejantes a estrellas, lo cual parece indicar que, pese a su insólita luminosidad, tienen un tamaño muy inferior al de las galaxias corrientes.
Otro fenómeno vino a confirmar esa pequeñez. Hacia los comienzos de 1963 se comprobó que los cuásares eran muy variables respecto a la energía emitida, tanto en la región de la luz visible como en la de las radioondas. Durante un período de pocos años se registraron aumentos y disminuciones nada menos que del orden de tres magnitudes.
Para que la radiación experimente tan extremas variaciones en tan breve espacio de tiempo, un cuerpo debe ser pequeño. Las pequeñas variaciones obedecen a ganancias o pérdidas de brillo en ciertas regiones de un cuerpo; en cambio, las grandes abarcan todo el cuerpo sin excepción. Así, pues, cuando todo el cuerpo queda sometido a estas variaciones, se ha de notar algún efecto a lo largo del mismo, mientras duran las variaciones. Pero como quiera que no hay efecto alguno que viaje a mayor velocidad que la luz, si un cuasar varía perceptiblemente durante un período de pocos años, su diámetro no puede ser superior a un año luz. En realidad, ciertos cálculos parecen indicar que el diámetro de los cuásares podría ser muy pequeño, de algo así como una semana luz (804 mil millones de kilómetros).
Los cuerpos que son tan pequeños y luminosos a la vez deben consumir tales cantidades de energía, que sus reservas no pueden durar mucho tiempo, a no ser que exista una fuente energética hasta ahora inimaginable, aunque, desde luego, no imposible. Otros cálculos demuestran que un cuasar sólo puede liberar energía a ese ritmo durante un millón de años más o menos. Si es así, los cuásares descubiertos habrían alcanzado su estado de tales hace poco tiempo, hablando en términos cósmicos, y, por otra parte, puede haber buen número de objetos que fueron cuásares en otro tiempo, pero ya no lo son.
En 1965, Sandage anunció el descubrimiento de objetos que podrían ser cuásares envejecidos. Semejaban estrellas azuladas corrientes, pero experimentaban enormes cambios, que los hacían virar al rojo, como los cuásares.
Eran semejantes a éstos por su distancia, luminosidad y tamaño, pero no emitían radioondas. Sandage los denominó «blue stellar objects» (objetos estelares azules), que aquí designaremos, para abreviar, con la sigla inglesa de BSO.
Los BSO parecen ser más numerosos que los cuásares: según un cálculo aproximado de 1967, los BSO al alcance de nuestros telescopios suman 100.000. La razón de tal superioridad numérica de los BSO sobre los cuásares es la que estos cuerpos viven mucho más tiempo en la forma de BSO.
La característica más interesante de los cuásares, dejando aparte el desconcertante enigma que existe acerca de su verdadera identidad- es que son, a la vez, cuerpos insólitos y se hallan muy distantes. Quizá sean los últimos representantes de ciertos elementos cuya existencia perdurara sólo durante la juventud del Universo. (En definitiva, un cuerpo situado a 9 mil millones de años luz es perceptible solo por la luz que dejó hace 9 mil millones de años, y posiblemente esta fecha sea sólo algo posterior a la explosión del «huevo cósmico».) Si nos atenemos a tal hipótesis, resulta evidente que el aspecto del Universo fue, hace miles de millones de años, distinto por completo del actual. Así, el Universo habría evolucionado según opinan quienes propugnan la teoría de la «gran explosión», y, en líneas generales, no es eternamente inmutable, según afirman los que defienden la teoría de la «creación continua».
El empleo de los cuásares como prueba en favor de la «gran explosión» no ha sido aceptado sin reservas. Algunos astrónomos, esgrimiendo diversas pruebas, aducen que los cuásares no se hallan realmente tan distantes como se cree, por lo cual no pueden tomarse como objetos representativos de la juventud del Universo. Pero quienes sustentan semejante criterio deben explicar cuál es el origen de las enormes variaciones hacia el rojo en el espectro del cuasar, ya que eliminan de antemano la única posibilidad, es decir, la inmensa distancia; y eso no es nada fácil. Aunque esta cuestión diste mucho de haber sido solucionada, considerando las enormes dificultades implícitas en ambas teorías, las opiniones parecen inclinarse, por lo general, en favor de los cuásares vistos como objetos muy remotos.
Aún cuando sea así, hay buenas razones para preguntarse si caracterizan concreta y exclusivamente la juventud del Universo. ¿Habrán sido distribuidos con una uniformidad relativa, de forma que estén presentes en el Universo en todas las edades?
Volvamos, pues, a 1943. Por este tiempo, el astrónomo americano Carl Seyfert observó una galaxia singular, de gran brillantez y núcleo muy pequeño. Desde entonces se descubrieron otras similares, y hoy se hace referencia al conjunto con la denominación de «galaxia Seyfert». Aunque hacia finales de 1960 se conocía sólo una docena, hay buenas razones para suponer que casi el 1 % de las galaxias pertenecen a tipo Seyfert.
¿No sería posible que las galaxias Seyfert fueran objetos intermedios entre las galaxias corrientes y los cuásares? Sus brillantes centros muestran variaciones luminosas, que hacen de ellos algo casi tan pequeño como los cuásares. Si se intensificara aún más la luminosidad de tales centros y se oscureciera proporcionalmente el resto de la galaxia, acabaría por ser imperceptible la diferencia entre un cuasar y una galaxia Seyfert; por ejemplo la 3C120 podría considerarse un cuasar por su aspecto.
Las galaxias Seyfert experimentan sólo moderados cambios hacia el rojo, y su distancia no es enorme. Tal vez los cuásares sean galaxias Seyfert muy distantes; tanto, que podemos distinguir únicamente sus centros, pequeños y luminosos, y observar sólo las mayores. ¿No nos causará ello la impresión que estamos viendo unos cuásares extraordinariamente luminosos, cuando en verdad deberíamos sospechar que sólo unas cuantas galaxias Seyfert, muy grandes, forman esos cuásares, que divisamos a pesar de su gran distancia?
Pero si optamos por considerar las cercanas galaxias Seyfert como pequeños o, tal vez, grandes cuásares en pleno desarrollo, pudiera ser que la distribución de los cuásares no caracterizase exclusivamente la juventud del Universo y que, al fin y al cabo, su existencia no fuera una prueba contundente para fundamentar la teoría de la «gran explosión».
No obstante, la teoría de la «gran explosión» fue confirmada, por otros caminos, cuando menos se esperaba. En 1949, Gamow había calculado que la radiación asociada a la «gran explosión» se había atenuado con la expansión del Universo, hasta el extremo que hoy había quedado convertida en una fuente de radioondas que procedía, indistintamente, de todas las partes del firmamento, como una especie de fondo radioemisor. Gamow sugirió que esta radiación se podría comparar con la de objetos a una temperatura de –268º C.
En 1965, A. A. Penzias y R. W. Wilson, científicos de los «Bell Telephone Laboratories», en Nueva Jersey, detectaron precisamente esa radiación básica de radioondas e informaron sobre ella. La temperatura asociada a esta radiación resultó ser de –160º C, lo cual no estaba muy en desacuerdo con las predicciones de Gamow. Hasta ahora no se ha emitido ninguna hipótesis, salvo la de la «gran explosión», para explicar la existencia de esa radiación básica. Así, pues, de momento parece dominar este campo la teoría de la «gran explosión» sobre el Universo evolutivo nacido con la proyección de grandes volúmenes de materia condensada.
Así como la emisión de radioondas ha originado ese peculiar y desconcertante cuerpo astronómico llamado cuasar, la investigación en el otro extremo del espectro esboza otro cuerpo igualmente peculiar, aunque no tan desconcertante.
Hacia 1958, el astrofísico americano Herbert Friedman descubrió que el Sol generaba una considerable cantidad de rayos X. Naturalmente no era posible detectarlos desde la superficie terrestre, pues la atmósfera los absorbía; pero los cohetes disparados más allá de la atmósfera y provistos de instrumentos adecuados, detectaban esa radiación con suma facilidad.
Durante algún tiempo constituyó un enigma la fuente de los rayos X solares. En la superficie del Sol, la temperatura es sólo de 6.000º C, o sea, lo bastante elevada para convertir en vapor cualquier forma de materia, pero insuficiente para producir rayos X. La fuente debería hallarse en la corona solar, tenue halo gaseoso que rodea al Sol por todas partes y que tiene una anchura de muchos millones de kilómetros. Aunque la corona difunde una luminosidad equivalente al 50 % de la lunar, sólo es visible durante los eclipses, por lo menos, en circunstancias corrientes, pues la luz solar propiamente dicha la neutraliza por completo. En 1930, el astrónomo francés Bernard-Ferdinand Lyot inventó un telescopio que a gran altitud, y con días claros, permitía observar la corona interna, aunque no hubiera eclipse.
Incluso antes de ser estudiados los rayos X con ayuda de cohetes, se creía que dicha corona era la fuente generadora de tales rayos, pues se la suponía sometida a temperaturas excepcionalmente elevadas. Varios estudios de su espectro (durante los eclipses) revelaron rayas que no podían asociarse con ningún elemento conocido. Entonces se sospechó la presencia de un nuevo elemento, que recibió el nombre de «coronio». Sin embargo, en 1941 se descubrió que los átomos de hierro podían producir las mismas rayas del coronio cuando perdían muchas partículas subatómicas. Ahora bien, para disociar todas esas partículas se requerían temperaturas cercanas al millón de grados, suficientes, sin duda, para generar rayos X.
La emisión de rayos X aumenta de forma notable cuando sobreviene una erupción solar en la corona. Durante ese período, la intensidad de los rayos X comporta temperaturas equivalentes a los 100 millones de grados en la corona, por encima de la erupción. La causa de unas temperaturas tan enormes en el tenue gas de la corona sigue promoviendo grandes controversias. (Aquí es preciso distinguir entre la temperatura y el calor. La temperatura sirve, sin duda, para evaluar la energía cinética de los átomos o las partículas en el gas; pero como quiera que estas partículas son escasas, es bajo el verdadero contenido calorífico por unidad de volumen. Las colisiones entre partículas de extremada energía producen los rayos X. Estos rayos provienen también de otros espacios situados más allá del Sistema Solar. En 1963, Bruno Rossi y otros científicos lanzaron cohetes provistos de instrumentos para comprobar si la superficie lunar reflejaba los rayos X solares. Entonces descubrieron en el firmamento dos fuentes generadoras de rayos X singularmente intensos. Enseguida se pudo asociar la más débil (denominada «Tau X-1». por hallarse en la constelación de Tauro) a la nebulosa del Cangrejo. Hacia 1966 se descubrió que la más potente, situada en la constelación de Escorpión («Esco X-1»), era asociable a un objeto óptico que parecía ser (como la nebulosa del Cangrejo) el residuo de una antigua nova. Desde entonces se han detectado en el firmamento varias docenas de fuentes generadoras de rayos X, aunque más débiles.
La emisión de rayos X de la energía suficiente como para ser detectados a través de una brecha interestelar, requería una fuente de considerable masa, y temperaturas excepcionalmente altas. Así, pues, quedaba descartada la concentración de rayos emitidos por la corona solar.
Esa doble condición de masa y temperatura excepcional (un millón de grados) parecía sugerir la presencia de una «estrella enana superblanca.». En fechas tan lejanas ya como 1934, Zwicky había insinuado que las partículas subatómicas de una enana blanca podrían combinarse para formar partículas no modificadas, llamadas «neutrones». Entonces sería posible obligarlas a unirse hasta establecer pleno contacto. Se formaría así una esfera de unos 16 km de diámetro como máximo, que, pese a ello, conservaría la masa de una estrella regular. En 1939, el físico americano J. Robert Oppenheimer especificó, con bastantes pormenores, las posibles propiedades de semejante «estrella-neutrón». Tal objeto podría alcanzar temperaturas de superficie lo bastante elevadas, por lo menos, durante las fases iniciales de su formación e inmediatamente después- como para emitir con profusión rayos X.
La investigación dirigida por Friedman para probar la existencia de las «estrellas-neutrón» se centró en la nebulosa del Cangrejo, donde, según se suponía, la explosión cósmica que la había originado podría haber dejado como residuo no una enana blanca condensada, sino una «estrella-neutrón» supercondensada. En julio de 1964, cuando la Luna pasó ante la nebulosa del Cangrejo, se lanzó un cohete estratosférico para captar la emisión de rayos X. Si tal emisión procediera de una estrella-neutrón, se extinguiría tan pronto como la Luna pasara por delante del diminuto objeto. Si la emisión de rayos X proviniera de la nebulosa del Cangrejo, se reduciría progresivamente, a medida que la Luna eclipsara la nebulosa. Ocurrió esto último, y la nebulosa del Cangrejo dio la impresión de ser simplemente una corona mayor y mucho más intensa, del diámetro de un año-luz.
Por un momento pareció esfumarse la posibilidad que las estrellas-neutrón fueran perceptibles, e incluso que existieran; pero durante aquel mismo año, en que no se pudo revelar el secreto que encerraba la nebulosa del Cangrejo, se hizo un nuevo descubrimiento en otro campo. Las radioondas de ciertas fuentes revelaron, al parecer, una fluctuación de intensidad muy rápida. Fue como si brotaran «centelleos radioeléctricos» acá y allá.
Los astrónomos se apresuraron a diseñar instrumentos apropiados para captar ráfagas muy cortas de radioondas, en la creencia que ello permitiría un estudio más detallado de tan fugaces cambios. Anthony Hewish, del Observatorio de la Universidad de Cambridge, figuró entre los astrónomos que utilizaron dichos radiotelescopios.
Apenas empezó a manejar el telescopio provisto del nuevo detector, localizó ráfagas de energía radioeléctricas emitida desde algún lugar situado entre Vega y Altair. No resultó difícil detectarlas, lo cual, por otra parte, habría sido factible mucho antes si los astrónomos hubiesen tenido noticias de esas breves ráfagas y hubieran aportado el material necesario para su detección. Las citadas ráfagas fueron de una brevedad sorprendente: duraron solo 1/30 de segundo. Y se descubrió algo más impresionante aún: todas ellas se sucedieron con notable regularidad, a intervalos de 1 1/3 segundos. Así, se pudo calcular el período hasta la cien millonésima de segundo: fue de 1,33730109 segundos.
Desde luego, por entonces no fue posible explicar lo que representaban aquellas pulsaciones isócronas. Hewish las atribuyó a una «estrella latiente» (« pulsating star») que, con cada pulsación, emitía una ráfaga de energía. Casi a la vez se creó la voz «pulsar» para designar al fenómeno, y desde entonces se llama así el nuevo objeto.
En realidad se debería hablar en plural del nuevo objeto, pues apenas descubierto el primero, Hewish inició la búsqueda de otros, y cuando anunció su descubrimiento, en febrero de 1968, había localizado ya cuatro. Entonces, otros astrónomos emprendieron afanosamente la exploración y no tardaron en detectar algunos más. Al cabo de dos años se consiguió localizar unos cuarenta pulsar.
Dos terceras partes de estos cuerpos están situados en zonas muy cercanas al ecuador galáctico, lo cual permite conjeturar, con cierta seguridad, que los pulsares pertenecen, por lo general, a nuestra galaxia. Algunos se hallan tan cerca, que rondan el centenar de años luz. (No hay razón para negar su presencia en otras galaxias, aunque quizá sean demasiado débiles para su detección si se considera la distancia que nos separa de tales galaxias.)
Todos los pulsares se caracterizan por la extremada regularidad de sus pulsaciones, si bien el período exacto varía de unos a otros. Hay uno cuyo período es nada menos que de 3,7 seg. En noviembre de 1968, los astrónomos de Green Bank (Virginia Occidental) detectaron, en la nebulosa del Cangrejo, un pulsar de período ínfimo (sólo de 0,033089 seg). Y con treinta pulsaciones por segundo.
Como es natural, se planteaba la pregunta: ¿Cuál sería el origen de los destellos emitidos con tanta regularidad? ¿Tal vez se trataba de algún cuerpo astronómico que estuviese experimentando un cambio muy regular, a intervalos lo suficientemente rápidos como para producir dichas pulsaciones? ¿No se trataría de un planeta que giraba alrededor de una estrella y que, con cada revolución, se distanciaba más de ella, visto desde la Tierra- y emitía una potente ráfaga de radioondas al emerger? ¿O sería un planeta giratorio que mostraba con cada rotación un lugar específico de su superficie, de la que brotaran abundantes radioondas proyectadas en nuestra dirección?
Ahora bien, para que ocurra esto, un planeta debe girar alrededor de una estrella o sobre su propio eje en un período de segundos o fracciones de segundo, lo cual es inconcebible, ya que un objeto necesita girar, de una forma u otra, a enormes velocidades, para emitir pulsaciones tan rápidas como las de los pulsares. Ello requiere que se trate de tamaños muy pequeños, combinados con fantásticas temperaturas, o enormes campos gravitatorios, o ambas cosas.
Ello hizo evocar inmediatamente las enanas blancas; pero ni siquiera éstas podían girar unas alrededor de otras, ni sobre sus propios ejes, ni emitir pulsaciones a períodos lo suficientemente breves como para explicar la existencia de los pulsares. Las enanas blancas seguían siendo demasiado grandes, y sus campos gravitatorios, demasiado débiles.
Thomas Gold se apresuró a sugerir que tal vez se tratara de una estrella-neutrón. Señaló que este tipo de estrella era lo bastante pequeña y densa como para girar sobre su eje en un período de 4 seg e incluso menos. Por añadidura, se había demostrado ya teóricamente que una estrella-neutrón debería tener un campo magnético de enorme intensidad, cuyos polos magnéticos no estarían necesariamente en el eje de rotación. La gravedad de la estrella-neutrón retendría con tal fuerza los electrones, que éstos sólo podrían emerger en los polos magnéticos, y al salir despedidos, perderían energía en forma de radioondas. Esto significaba que un haz de radioondas emergería regularmente de dos puntos opuestos en la superficie de la estrella-neutrón.
Si uno o ambos haces de radioondas se proyectasen en nuestra dirección mientras girase la estrella-neutrón, detectaríamos breves ráfagas de energía radioeléctrica una o dos veces por cada revolución. De ser cierto, detectaríamos simplemente un pulsar, cuya rotación se producía en tal sentido, que orientaba en nuestra dirección por lo menos uno de los polos magnéticos. Según ciertos astrónomos, se comportaría así sólo una estrella-neutrón de cada cien. Calculan que, aún cuando tal vez haya en la Galaxia, unas 10.000 estrellas-neutrón sólo unas 1.000 podrían ser detectadas desde la Tierra.
Gold agregó que si su teoría era acertada, ello significaba que la estrella-neutrón no tenía energía en los polos magnéticos y que su ritmo de rotación decrecería paulatinamente. Es decir, que cuanto más breve sea el período de un pulsar, tanto más joven será éste y tanto más rápida su pérdida de energía y velocidad rotatoria.
El pulsar más rápido conocido hasta ahora se halla en la nebulosa del Cangrejo, y tal vez sea también el más joven, puesto que la explosión supernova, generadora de la estrella-neutrón, debe de haberse producido hace sólo unos mil años.
Se estudió con gran precisión el período de dicho pulsar en la nebulosa del Cangrejo y, en efecto, se descubrió la existencia de un progresivo retraso, tal como había predicho Gold. El período aumentaba a razón de 36,48 milmillonésimas de segundo por día. El mismo fenómeno se comprobó en otros pulsares, y al iniciarse la década de 1970-1980, se generalizó la aceptación de tal hipótesis sobre la estrella-neutrón.
A veces, el período de un pulsar experimenta una súbita, aunque leve aceleración, para reanudarse luego la tendencia al retraso. Algunos astrónomos creen que ello puede atribuirse a un «seísmo estelar», un cambio en la distribución de masas dentro de la estrella-neutrón. O quizás obedezca a la «zambullida» de un cuerpo lo suficientemente grande en la estrella-neutrón, que añada su propio momento al de la estrella.
Desde luego, no había razón alguna para admitir que los electrones que emergían de la estrella-neutrón perdieran energía exclusivamente en forma de microondas. Este fenómeno produciría ondas a todo lo largo del espectro, y generaría también luz visible.
Se prestó especial atención a las secciones de la nebulosa del Cangrejo donde pudiera haber aún vestigios visibles de la antigua explosión, y, en efecto, en enero de 1969 se observó que la luz de una estrella débil emitía destellos intermitentes, sincronizados con las pulsaciones de microondas. Habría sido posible detectarla antes si los astrónomos hubiesen tenido cierta idea sobre la necesidad de buscar esas rápidas alternancias de luz y oscuridad. El pulsar de la nebulosa del Cangrejo fue la primera estrella-neutrón que pudo detectarse con la vista.
Por añadidura, dicho pulsar irradió rayos X. El 5 % aproximadamente de los rayos X emitidos por la nebulosa del Cangrejo correspondió a esa luz diminuta y parpadeante. Así, pues, resurgió, triunfante, la teoría de la conexión entre rayos X y estrellas-neutrón, que parecía haberse esfumado en 1964.
Por otra parte, ni siquiera se ha alcanzado el límite con la estrella-neutrón. Cuando, en 1939, Oppenheimer definió las propiedades de la estrella-neutrón, predijo también que tal vez una estrella con suficientes masa y enfriamiento podría desintegrarse por completo. Cuando se produjera tal desintegración, tras la fase de estrella-neutrón, el campo gravitatorio adquiriría tal intensidad, que ninguna materia ni luz podría eludir su acción. Nada se vería de él; sería, simplemente, un «orificio negro» en el espacio.
¿Será posible detectar en el futuro esos orificios negros, que representan, sin duda, la última palabra entre los extraños objetos nuevos del Universo? El tiempo lo dirá.
¿Acaso serán los cuásares grandes apiñamientos de estrellas-neutrón? ¿O bien se tratará de estrellas-neutrón aisladas y de masa galáctica? ¿No representarán fenómenos relacionados con la formación de orificios negros? También el tiempo lo dirá.
Pero la sorpresa surge también en los vastos espacios interestelares, no tan vacíos como se supone. La «no vacuidad» del «espacio vacío» se ha convertido en un asunto bastante espinoso para los astrónomos en la observación de puntos relativamente cercanos a casa.
En cierto modo, nuestra propia Galaxia es la que más dificulta el examen visual. Por lo pronto, estamos encerrados dentro de ella, mientras que las demás son observables desde el exterior. Esto podría compararse con la diferencia que existe entre intentar ver una ciudad desde el tejado de un edificio bajo, y contemplarla desde un aeroplano. Además estamos a gran distancia del centro, y, para complicar aún más las cosas, nos hallamos en una ramificación espiral saturada de polvo. Dicho de otra forma: estamos sobre un tejado bajo en los aledaños de la ciudad y con tiempo brumoso.
En términos generales, el espacio interestelar no es un vacío perfecto en condiciones óptimas. Dentro de las galaxias, el espacio interestelar está ocupado, generalmente, por un gas muy tenue. Las líneas espectrales de absorción producidas por ese «gas interestelar» fueron vistas por primera vez en 1904; su descubridor fue el astrónomo alemán Johannes Franz Hartmann. Hasta aquí todo es verosímil. El conflicto empieza cuando se comprueba que la concentración de gas y polvo se intensifica sensiblemente en los confines de la Galaxia. Porque también vemos en las galaxias más próximas esos mismos ribetes oscuros de polvo.
En realidad, podemos «ver» las nubes de polvo en el interior de nuestra galaxia como áreas oscuras en la Vía Láctea. Por ejemplo, la oscura nebulosa de la Cabeza del Caballo, que se destaca claramente sobre el brillo circundante de millones de estrellas, y la denominada, más gráficamente aún, Saco de Carbón situada en la Cruz del Sur, una región que dista de nosotros unos 400 años luz, la cual tiene un diámetro de 30 años luz y donde hay esparcidas partículas de polvo.
Aún cuando las nubes de gas y polvo oculten a la visión directa los brazos espirales de la Galaxia, la estructura de tales brazos es visible en el espectroscopio. La radiación de energía emitida por las estrellas brillantes de primera magnitud, situadas en los brazos, ioniza, disociación de partículas subatómicas cargadas eléctricamente- los átomos de hidrógeno. A principios de 1951, el astrónomo americano William Wilson Morgan encontró indicios de hidrógeno ionizado que trazaban los rasgos de las gigantes azules, es decir, los brazos espirales. Sus espectros se revelaron similares a los mostrados por los brazos espirales de la galaxia de Andrómeda.
El indicio más cercano de hidrógeno ionizado incluye las gigantes azules de la constelación de Orión, por lo cual se le ha dado el nombre de «Brazo de Orión». Nuestro Sistema Solar se halla en este brazo. Luego se localizaron otros dos brazos. Uno, mucho más distante del centro galáctico que el nuestro, incluye las estrellas gigantes de la constelación de Perseo («Brazo de Perseo»). El otro se halla más cerca del centro galáctico y contiene nubes brillantes en la constelación de Sagitario («Brazo de Sagitario»). Cada brazo parece tener una longitud aproximada de 10.000 años luz.
Luego llegó la radio, como una herramienta más poderosa todavía. No sólo pudo perforar las ensombrecedoras nubes, sino también hacerles contar su historia... y con su propia «voz». Ésta fue la aportación del trabajo realizado por el astrónomo holandés H. C. van De Hulst. En 1944, los Países Bajos fueron un territorio asolado por las pesadas botas del Ejército nazi, y la investigación astronómica resultó imposible. Van De Hulst se circunscribió al trabajo de pluma y papel, estudió los átomos corrientes ionizados de hidrógeno y sus características, los cuales representan el mayor porcentaje en la composición del gas interestelar.
Según sugirió Van De Hulst, esos átomos podían sufrir cambios ocasionales en su estado de energía al entrar en colisión; entonces emitirían una débil radiación en la parte radioeléctrica del espectro. Tal vez un determinado átomo de hidrógeno lo hiciera sólo una vez en once millones de años; pero considerando la enorme cantidad de los mismos que existe en el espacio intergaláctico, la radiación simultánea de pequeños porcentajes bastaría para producir una emisión perceptible, de forma continua.
Van De Hulst estudió dicha radiación, y calculó que su longitud de onda debería de ser de 21 cm. Y, en efecto, en 1951, las nuevas técnicas radioeléctricas de posguerra permitieron a Edward Mills Purcell y Harold Irving Ewen, científicos de Harvard, captar esa «canción del hidrógeno».
Sintonizando con la radiación de 21 cm de las concentraciones de hidrógeno, los astrónomos pudieron seguir el rastro de los brazos espirales hasta distancias muy considerables, en muchos casos, por todo el contorno de la Galaxia. Se descubrieron más brazos y se elaboraron mapas sobre la concentración del hidrógeno, en los cuales quedaron plasmadas por lo menos media docena de bandas.
Y, lo que es más, la «canción del hidrógeno» reveló algunas cosas acerca de sus movimientos. Esta radiación está sometida, como todas las ondas, al efecto Doppler-Fizeau. Por su mediación los astrónomos pueden medir la velocidad de las nubes circulantes de hidrógeno y, en consecuencia, explorar, entre otras cosas, la rotación de nuestra Galaxia.
Esta nueva técnica confirmó que la Galaxia tiene un período de rotación (referido a la distancia entre nosotros y el centro) de 200 millones de años.
En la Ciencia, cada descubrimiento abre puertas, que conducen a nuevos misterios. Y el mayor progreso deriva siempre de lo inesperado, es decir, el descubrimiento que echa por tierra todas las nociones precedentes. Como ejemplo interesante de la actualidad cabe citar un pasmoso fenómeno que ha sido revelado mediante el estudio radioeléctrico de una concentración de hidrógeno en el centro de nuestra Galaxia. Aunque el hidrógeno parezca extenderse, se confina al plano ecuatorial de la Galaxia. Esta expansión es sorprendente de por sí, pues no existe ninguna teoría para explicarla. Porque si el hidrógeno se difunde, ¿cómo no se ha disipado ya durante la larga vida de la Galaxia? ¿No será tal vez una demostración que hace diez millones de años más o menos, según conjetura Oort, su centro explotó tal como lo ha hecho en fechas mucho más recientes el del M-82? Pues tampoco aquí el plano del hidrógeno es absolutamente llano. Se arquea hacia abajo en un extremo de la Galaxia, y hacia arriba en el otro. ¿Por qué? Hasta ahora nadie ha dado una explicación convincente.
El hidrógeno no es, o no debería ser, un elemento exclusivo por lo que respecta a las radioondas. Cada átomo o combinación de átomos tiene la capacidad suficiente para emitir o absorber radioondas características de un campo radioeléctrico general. Así, pues, los astrónomos se afanan por encontrar las reveladoras «huellas dactilares» de átomos que no sean los de ese hidrógeno, ya generalizado por doquier.
Casi todo el hidrógeno que existe en la Naturaleza es de una variedad excepcionalmente simple, denominada «hidrógeno 1». Hay otra forma más compleja, que es el «deuterio», o «hidrógeno 2». Así, pues, se tamizó toda la emisión de radioondas desde diversos puntos del firmamento, en busca de la longitud de onda que se había establecido teóricamente. Por fin se detectó en 1966, y todo pareció indicar que la cantidad de hidrógeno 2 que hay en el Universo representa un 5 % de la del hidrogeno 1.
Junto a esas variedades de hidrógeno figuran el helio y el oxígeno como componentes usuales del Universo. Un átomo de oxígeno puede combinarse con otro de hidrógeno, para formar un «grupo hidroxílico». Esta combinación no tendría estabilidad en la Tierra, pues como el grupo hidroxílico es muy activo, se mezclaría con casi todos los átomos y moléculas que se le cruzaran por el camino. En especial se combinaría con los átomos de hidrógeno 2, para constituir moléculas de agua. Ahora bien, cuando se forma un grupo hidroxílico en el espacio interestelar, donde las colisiones escasean y distan mucho entre sí, permanece inalterable durante largos períodos de tiempo. Así lo hizo constar, en 1953, el astrónomo soviético T. S. Sklovski.
A juzgar por los cálculos realizados, dicho grupo hidroxílico puede emitir o absorber cuatro longitudes específicas de radioondas. Allá por octubre de 1963, un equipo de ingenieros electrotécnicos detectó dos en el Lincoln Laboratory del MIT.
El grupo hidroxílico tiene una masa diecisiete veces mayor que la del átomo de hidrógeno; por tanto, es más lento y se mueve a velocidades equivalentes a una cuarta parte de la de dicho átomo a las mismas temperaturas. Generalmente, el movimiento hace borrosa la longitud de onda, por lo cual las longitudes de onda del grupo hidroxílico son más precisas que las del hidrógeno. Sus cambios se pueden determinar más fácilmente, y no hay gran dificultad para comprobar si una nube de las que contiene hidroxilo se está acercando o alejando.
Los astrónomos se mostraron satisfechos, aunque no muy asombrados, al descubrir la presencia de una combinación diatómica en los vastos espacios interestelares. En seguida empezaron a buscar otras combinaciones, aunque no con grandes esperanzas, pues, dada la gran diseminación de los átomos en el espacio interestelar, parecía muy remota la posibilidad que dos o más átomos permanecieran unidos durante el tiempo suficiente para formar una combinación. Se descartó asimismo la probabilidad que interviniesen átomos no tan corrientes como el del oxígeno (es decir, los del carbono y nitrógeno, que le siguen en importancia entre los preparados para formar combinaciones).
Sin embargo, hacia comienzos de 1968 empezaron a surgir las verdaderas sorpresas. En noviembre de aquel mismo año se descubrió la radioonda, auténtica «huella dactilar»- de las moléculas de agua (H 2 O), y antes de acabar el mes se detectaron, con mayor asombro todavía, algunas moléculas de amoníaco (NH 3 ) compuestas por una combinación de cuatro átomos: tres de hidrógeno y uno de nitrógeno.
En 1969 se detectó otra combinación de cuatro átomos, en la que se incluía un átomo de carbono: era el formaldehído (H 2 CO).
Allá por 1970 se hicieron nuevos descubrimientos, incluyendo la presencia de una molécula de cinco átomos, el cianoacetileno, que contenía una cadena de tres átomos de carbono (HCCCN). Y luego, como culminación, al menos para aquel año, llegó el alcohol etílico, una molécula de seis átomos (CH 3 OH).
Así, pues, los astrónomos descubrieron una rama inédita y absolutamente inesperada de la Ciencia: «la Astroquímica».
El astrónomo no puede explicar por ahora cómo se han reunido esos átomos para formar moléculas tan complicadas, ni cómo pueden sobrevivir las mismas pese al flujo de la potente radiación emitida por las estrellas que, lógicamente, habría de bastar para desintegrarlas. Según se supone, tales moléculas se forman en un espacio interestelar no tan vacío como se creía, quizás en regiones en las que se condensan las nubes de polvo, siguiendo el proceso que origina las estrellas.
Si es cierta dicha suposición, puede esperarse detectar moléculas aún más complicadas, cuya presencia revolucionaría nuestros conceptos sobre la formación de los planetas y el desarrollo de la vida en los mismos. Los astrónomos siguen explorando ansiosamente las bandas de radioondas, en busca de indicios moleculares diferentes.