Una noche (seguramente fría) de enero de 1848, en la avenida Broadway de Nueva York, el dentista Horace Wells arrojó un frasco de ácido sulfúrico a la cara de dos mujeres; a una de ellas le produjo quemaduras importantes.
Venida que fue la policía, lo arrestó inmediatamente, previo paso por su casa para recoger “efectos personales”. Ese mismo domingo, en su celda, se cortó la arteria femoral con el cuchillo que había logrado traer desde su casa, y que muy extrañamente había pasado por alto la policía (demasiado extrañamente, quizás) y murió desangrado: era el 24 de enero, Horace Wells tenía apenas 33 años y había sido el descubridor de la anestesia.
La historia (inevitablemente contaminada por la leyenda, que a diferencia de aquélla muchas veces cuenta la verdad) es como sigue: había empezado el 10 de diciembre de 1844 en un teatro provincial de Hartford –una pequeña población del estado de Connecticut, EE.UU., donde Wells ejercía con éxito su profesión–, adonde había acudido con su esposa. Aquella noche, se anunciaba una exhibición de los efectos del gas hilarante (óxido nitroso), un compuesto relativamente nuevo, que daba lugar a demostraciones públicas y con mucha asistencia de público. El presentador, Gardner Colton, requirió la ayuda de un voluntario, y el elegido fue el espectador sentado justo al lado de Wells. Al regresar a su asiento, después de haber protagonizado su numerito en el escenario, el intrépido voluntario tropezó, se lastimó y luego contó a su circunstancial vecino de platea que no había sentido ningún dolor. Ni lerdo ni perezoso, Wells se pudo en contacto con Colton y, al día siguiente, organizó en su consultorio una prueba decisiva: se hizo extraer una muela bajo los efectos del óxido nitroso, sin sentir dolor alguno. Y entonces comenzó la era de la anestesia.
La verdad es que Wells ya estaba interesado en buscar (en esos tiempos de gran desarrollo de la química) algún producto que mitigara el dolor espantoso que acompañaba a las operatorias dentales; las virtudes anestésicas del óxido nitroso, incluso, ya habían sido notadas por los grandes científicos Humphry Davy y su discípulo Michael Faraday (sin que se les ocurriera su posible aplicación medicinal), e incluso algunos dentistas habían experimentado con ellas: pero Wells fue más sistemático, y después de repetidas pruebas, pudo organizar una demostración pública en el Hospital General de Massachusetts: sin embargo, algo salió mal; ya sea porque Wells había administrado mal el gas, o porque había utilizado una dosis insuficiente, o quizás por pura mala suerte, el hecho es que el fracaso enterró el asunto. Wells sufrió un colapso nervioso y, aunque siguió administrando el gas hilarante en operaciones médicas, fue su discípulo William Morton quien recogió el desafío y consiguió una demostración pública, extirpando un tumor del cuello de un paciente anestesiado. Fue un éxito colosal. Aunque Morton no usó el gas hilarante sino el éter, por sugerencia del profesor de química Charles Jackson.
La anestesia por medio del éter triunfó inmediatamente y se expandió por todas partes: estaba destinada a protagonizar una verdadera revolución en la medicina (y fue uno de los tres más grandes descubrimientos médicos del siglo XIX, junto con la antisepsia de Lister y la microbiología de Pasteur y Koch).
Mientras el éter triunfaba (y Wells empezaba a practicar con cloroformo, al que, según parece, se hizo adicto), surgió una violenta (y muy común) disputa por la prioridad del descubrimiento y una (muy norteamericana) lucha por la posesión de las patentes entre Wells, Morton y Jackson: finalmente, la Sociedad Médica Norteamericana y luego la Asociación Dental Norteamericana reconocieron la prioridad de Wells (que ya había muerto).
Morton murió en 1868, en un estado de extrema pobreza y de colapso físico y moral.
Jackson murió en 1880, en un manicomio al que había sido confinado.
No es ésta una historia alegre, pero se puede agregar, sí, un detalle risueño: James Young Simpson era jefe de las salas de maternidad de la enfermería de Edimburgo y, apenas se enteró de este asunto del éter, lo introdujo (y después lo cambió por el cloroformo) para aliviar el dolor de las parturientas.
Pero hete aquí que los teólogos escoceses protestaron y lo atacaron. ¿La razón? Que la anestesia era contraria a la voluntad de Dios, que en la Biblia exigía muy claramente el parto con dolor como castigo a Eva por haber mordido la manzana y los etcéteras del caso (aunque no se entiende por qué Dios querría castigar a todas las mujeres por lo que había hecho Eva, que al fin y al cabo no había sido más que el acto inteligente de querer conocer, desobedeciendo el mandato de mantenerse en la ignorancia). Bueno, pero el asunto es que Young no se amilanó, y contraatacó con teología: al fin y al cabo el Génesis daba testimonio de que el propio Jehová había utilizado la anestesia (Cap. II, versículo 21), cuando operó a Adán, a quien, después de dormirlo, le arrancó una costilla sin dolor para formar a Eva (dentro de todo, con Eva Dios fue más progresista que con Adán: la formó a partir de materia orgánica, una costilla humana, y no partiendo de puros minerales, barro amasado).
Young no convenció con este argumento a los teólogos escoceses, que sólo aceptaron la anestesia, finalmente, por razones políticas, cuando en abril de 1853, la reina Victoria utilizó el cloroformo para dar a luz a su séptimo hijo, Leopoldo.
Por Leonardo Moledo
Venida que fue la policía, lo arrestó inmediatamente, previo paso por su casa para recoger “efectos personales”. Ese mismo domingo, en su celda, se cortó la arteria femoral con el cuchillo que había logrado traer desde su casa, y que muy extrañamente había pasado por alto la policía (demasiado extrañamente, quizás) y murió desangrado: era el 24 de enero, Horace Wells tenía apenas 33 años y había sido el descubridor de la anestesia.
La historia (inevitablemente contaminada por la leyenda, que a diferencia de aquélla muchas veces cuenta la verdad) es como sigue: había empezado el 10 de diciembre de 1844 en un teatro provincial de Hartford –una pequeña población del estado de Connecticut, EE.UU., donde Wells ejercía con éxito su profesión–, adonde había acudido con su esposa. Aquella noche, se anunciaba una exhibición de los efectos del gas hilarante (óxido nitroso), un compuesto relativamente nuevo, que daba lugar a demostraciones públicas y con mucha asistencia de público. El presentador, Gardner Colton, requirió la ayuda de un voluntario, y el elegido fue el espectador sentado justo al lado de Wells. Al regresar a su asiento, después de haber protagonizado su numerito en el escenario, el intrépido voluntario tropezó, se lastimó y luego contó a su circunstancial vecino de platea que no había sentido ningún dolor. Ni lerdo ni perezoso, Wells se pudo en contacto con Colton y, al día siguiente, organizó en su consultorio una prueba decisiva: se hizo extraer una muela bajo los efectos del óxido nitroso, sin sentir dolor alguno. Y entonces comenzó la era de la anestesia.
La verdad es que Wells ya estaba interesado en buscar (en esos tiempos de gran desarrollo de la química) algún producto que mitigara el dolor espantoso que acompañaba a las operatorias dentales; las virtudes anestésicas del óxido nitroso, incluso, ya habían sido notadas por los grandes científicos Humphry Davy y su discípulo Michael Faraday (sin que se les ocurriera su posible aplicación medicinal), e incluso algunos dentistas habían experimentado con ellas: pero Wells fue más sistemático, y después de repetidas pruebas, pudo organizar una demostración pública en el Hospital General de Massachusetts: sin embargo, algo salió mal; ya sea porque Wells había administrado mal el gas, o porque había utilizado una dosis insuficiente, o quizás por pura mala suerte, el hecho es que el fracaso enterró el asunto. Wells sufrió un colapso nervioso y, aunque siguió administrando el gas hilarante en operaciones médicas, fue su discípulo William Morton quien recogió el desafío y consiguió una demostración pública, extirpando un tumor del cuello de un paciente anestesiado. Fue un éxito colosal. Aunque Morton no usó el gas hilarante sino el éter, por sugerencia del profesor de química Charles Jackson.
La anestesia por medio del éter triunfó inmediatamente y se expandió por todas partes: estaba destinada a protagonizar una verdadera revolución en la medicina (y fue uno de los tres más grandes descubrimientos médicos del siglo XIX, junto con la antisepsia de Lister y la microbiología de Pasteur y Koch).
Mientras el éter triunfaba (y Wells empezaba a practicar con cloroformo, al que, según parece, se hizo adicto), surgió una violenta (y muy común) disputa por la prioridad del descubrimiento y una (muy norteamericana) lucha por la posesión de las patentes entre Wells, Morton y Jackson: finalmente, la Sociedad Médica Norteamericana y luego la Asociación Dental Norteamericana reconocieron la prioridad de Wells (que ya había muerto).
Morton murió en 1868, en un estado de extrema pobreza y de colapso físico y moral.
Jackson murió en 1880, en un manicomio al que había sido confinado.
No es ésta una historia alegre, pero se puede agregar, sí, un detalle risueño: James Young Simpson era jefe de las salas de maternidad de la enfermería de Edimburgo y, apenas se enteró de este asunto del éter, lo introdujo (y después lo cambió por el cloroformo) para aliviar el dolor de las parturientas.
Pero hete aquí que los teólogos escoceses protestaron y lo atacaron. ¿La razón? Que la anestesia era contraria a la voluntad de Dios, que en la Biblia exigía muy claramente el parto con dolor como castigo a Eva por haber mordido la manzana y los etcéteras del caso (aunque no se entiende por qué Dios querría castigar a todas las mujeres por lo que había hecho Eva, que al fin y al cabo no había sido más que el acto inteligente de querer conocer, desobedeciendo el mandato de mantenerse en la ignorancia). Bueno, pero el asunto es que Young no se amilanó, y contraatacó con teología: al fin y al cabo el Génesis daba testimonio de que el propio Jehová había utilizado la anestesia (Cap. II, versículo 21), cuando operó a Adán, a quien, después de dormirlo, le arrancó una costilla sin dolor para formar a Eva (dentro de todo, con Eva Dios fue más progresista que con Adán: la formó a partir de materia orgánica, una costilla humana, y no partiendo de puros minerales, barro amasado).
Young no convenció con este argumento a los teólogos escoceses, que sólo aceptaron la anestesia, finalmente, por razones políticas, cuando en abril de 1853, la reina Victoria utilizó el cloroformo para dar a luz a su séptimo hijo, Leopoldo.
Por Leonardo Moledo
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