El Santo Grial de las neurociencias podría hallarse en un circuito de 30 neuronas situado en el estómago de un crustáceo. La bióloga Eve Marder nos explica ecómo es posible que este minicerebro aporte valiosísima información sobre el funcionamiento de nuestros sesos.
Imagina que has construido un avión y ahora tienes que cambiar todas y cada una de sus partes en pleno vuelo. No es posible llevar la aeronave al hangar, ni apagarla, ni mucho menos dejarla fuera de servicio unos meses. Bien, pues eso mismo es lo que le sucede a nuestro cerebro.
Cada minuto de cada día algo es intercambiado o repuesto a nivel molecular, sin que por ello el órgano deje de funcionar, pierda un solo recuerdo –en el caso de un cerebro normal– u olvide algo aprendido en la niñez. En su laboratorio de la Universidad de Brandeis, en Waltham (Massachusetts), la neurocientífica Eve Marder quiere averiguar cómo es posible. Lleva 40 años dándole vueltas a esta cuestión, una de las más complejas de la biología, implicada en el desarrollo de un buen número de enfermedades mentales.
Los sujetos de su estudio son larvas de langosta y cangrejo, pero lo que a Marder le interesa son concretamente los nervios que forran sus estómagos. Estos racimos de células producen descargas rítmicas que pueden recogerse con electrodos y enviarse a un ordenador. Aunque se trata de un circuito de apenas 30 neuronas gigantes, es muy importante. De hecho, controla los músculos del estómago de estos crustáceos, lo que les permite digerir su alimento.
“Queremos entender cómo la potencia generada por un circuito neuronal depende de las propiedades de las células individuales y de las interacciones de sus sinapsis –las conexiones entre las neuronas–”, dice Marder pausadamente. Y añade: “Usamos el estómago de las langostas y cangrejos porque es un sistema pequeño donde podemos manipular la señal nerviosa limpiamente. Los experimentos, que son muy rigurosos, permiten contestar problemas fundamentales relacionados con la forma en que entendemos todos los sistemas nerviosos. El estómago de una langosta no es como el de una persona. Se parece más a una boca llena de tejidos neurales. Y cada neurona es bastante grande, lo cual nos ayuda aún más”
Cada neurona se examina a fondo
Las tripas de estos crustáceos se han convertido en el modelo mejor estudiado de un generador de patrones centrales, esto es, un grupo de neuronas que controla una función repetitiva, como la respiración o la masticación. “Hace años que sabemos cómo están conectadas las células nerviosas en ese sistema, pero, aunque tengamos un diagrama que nos lo muestre, no es suficiente para entender cómo funciona”. El siguiente paso fue, pues, conocer todas las características de cada neurona individual, desde las distintas clases de canales dependientes de voltaje –túneles horadados en la membrana celular que controlan el tránsito de calcio, sodio y otro iones– que hay en cada una de estas células hasta la fuerza de su sinapsis.
“Pero incluso entonces no acabábamos de dar con el quid de la cuestión, ya que hay presentes entre 25 y seguramente hasta 50 neuromoduladores –unas sustancias que funcionan como un neurotransmisor, pero que alcanzan el espacio extracelular–. Cada uno de ellos actúa sobre un subgrupo de neuronas, de modo que tenemos que estudiar cómo un mismo conjunto de células nerviosas puede producir una variedad de señales diferentes bajo distintas condiciones. Y estas, además, cambian debido a algunos factores ambientales, como nuestras hormonas o lo que comemos”, explica esta experta.
En un primer momento, las hipótesis de Marder causaron una fuerte controversia entre los neurofisiólogos. Su propuesta era que los circuitos neurales no son fijos, sino que pueden verse alterados por los neuromoduladores. La investigadora destaca las diferencias que existen entre estas sustancias y los neurotransmisores:
“Un neurotransmisor es un compuesto que se une al receptor de una neurona para abrir y cerrar sus canales de iones. Esto sucede rápidamente. El neuromodulador, por su parte, se fija al receptor de la célula y altera las propiedades bioquímicas de esa neurona de un modo distinto. Los neuromoduladores producen cambios perdurables –y más lentos– en la forma en que las neuronas responden a los neurotransmisores que permiten que la célula se comunique con sus vecinas”. Estas sustancias alteran la excitabilidad intrínseca de la célula nerviosa, modifican la cantidad de neurotransmisor que se libera cada vez que entra en funcionamiento e incluso su forma de hacerlo. Además, son fundamentales en la homeostasis cerebral, el fenómeno que el laboratorio de Marder viene estudiando desde hace 15 años y que se resume en una cuestión: ¿que reglas permiten a las neuronas hacer bien su trabajo?
Sesos listos para procesarlo todo
“El cerebro se enfrenta a un desafío muy complicado: tiene que incorporar nueva información, dar una respuesta a la misma y a la vez permanecer estable. Por ejemplo, aprendemos a hablar cuando somos pequeños. Alimentamos el cerebro continuamente con nueva información, pero no por ello perdemos la capacidad de hacer otras cosas importantes. Ahí está el problema. ¿Cómo construimos un circuito estable y mantenemos su funcionamiento aun cuando es alterado por la experiencia?”. Peor aún: todas las moléculas en cada una de esas neuronas se rehacen a sí mismas continuamente.
“Las neuronas perviven muchísimo tiempo y preservan todos sus recuerdos. Yo, por ejemplo, tengo neuronas de más de 60 años”, dice Marder. “Pero cada molécula de proteína en los receptores de esas neuronas cambia a medida que la célula nerviosa se reconstruye a sí misma. Y aun así, ni dejo de aprender ni olvido cosas. De hecho, no sólo ocurre en el cerebro. Lo mismo pasa en el corazón. Sus fibras musculares duran años. Pero lo que hace posible que funcionen son las moléculas, que cambian sin pausa y sin que se destruya la integridad del corazón”. El problema tiene una doble dimensión. Una es averiguar cómo se mantiene la estabilidad funcional del cerebro pese a ese reciclaje constante de elementos. La otra es saber cómo mantiene un funcionamiento estable que permita el aprendizaje y el desarrollo de la plasticidad. Es como escribir un programa de ordenador y comenzar a cambiarlo y pretender que el sistema no falle. “Últimamente nos estamos planteando una tercera pregunta”, indica Marder. “Sabemos que nuestro cerebro es distinto del de cualquier otra persona. Pero aún no entendemos bien hasta qué punto pueden diferir y aun así seguir funcionando con normalidad. Por ejemplo, aunque en todos los cerebros una parte del tallo controla nuestra respiración, el mío no es exactamente igual al suyo. Pues bien, de alguna manera se las arregla para permitirnos a ambos respirar bien”.
Según indica, algunos neuromoduladores, como las dopaminas y la serotonina, son muy importantes en el desarrollo de ciertos males. Es el caso, por ejemplo, de la esquizofrenia o la depresión. “También hay varios fármacos que interactúan con sistemas que dependen de alguno de estos compuestos –que, por cierto, se han descubierto en los sesos de todos los animales–. Por eso, para entender la adicción, el dolor y las enfermedades mentales tenemos que entender estos importantísimos procesos”.
Aunque quisiera pasar desapercibida, Eve Marder, cuyo trabajo fue reconocido en 2005 con el Premio Ralph W. Gerard de la Sociedad de Neurociencias de EE UU, no puede evitar estar en la punta de lanza de la investigación. Su trabajo está generando tantas preguntas que mantiene ocupada a una legión de científicos de muy distintos campos. Buena parte de ellos están empeñados en estudiar los mismos sistemas que ha descrito Marder, pero en moscas y ratones. Ella por su parte, se mantiene leal a sus cangrejos y langostas. Tanto, que ya ni los come. “¡Me dan pena!”, afirma esta amante del marisco.
Ángela P. Swafford
Fuente: Muy interesante
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