Aunque hace tiempo se sospecha que las sensaciones placenteras o dolorosas dependen en buena medida de la percepción mental de quien las experimenta, experimentos recientes parecen confirmarlo.
Autor: pijamasurf
Por mucho tiempo se ha especulado en torno a la dualidad objetividad/subjetividad del placer y el dolor. Aunque parece haber hechos placenteros incontrovertiblemente objetivos, reales, también se ha dicho que mucho de ese placer reside esencialmente en la persona que lo experimenta, de tal modo que existen ciertas variables que, al modificarse, cambian también dicha experiencia, haciendo que algo que podría no ser placentero, repentinamente vire su condición hacia lo opuesto.
Así, por ejemplo, si una persona bebe una copa de vino si piensa que se trata de uno particularmente costoso, repentinamente la bebida adquiere en su paladar nuevas y gratificantes propiedades, nacidas de esa premisa cultural según la cual “lo bueno cuesta”.
Y esto no es mera suposición sin sustento. Esa prueba realmente fue realizada estando los participantes en una máquina de resonancia magnética que reveló cómo se activaban las zonas del cerebro que responden a una recompensa entre aquellos que creyeron estar bebiendo un vino notablemente caro.
En este sentido los recientes descubrimientos de la neurociencia han sido cruciales para confirmar dichas hipótesis. También podríamos citar el experimento reciente en torno a la falsificación en el arte: el cerebro de personas comunes y corrientes solo reaccionaba a la autenticidad de una obra solo si otra persona les informaba ante qué tipo de obra se encontraban; si una falsificación, el cerebro reaccionaba caóticamente; si una auténtica, también se activaba la zona cerebral de recompensa.
Por último cabría citar un experimento protagonizado hace algunos años por el violinista estadounidense Joshua Bell. A petición de un periodista del Washington Post, Bell se apostó en una de las entradas del metro de la ciudad de Washington en la hora de más alfuencia y comenzó a interpretar piezas clásicas en su instrumento. El virtuoso, sin embargo, iba vestido a la manera de los músicos mendicantes, pantalón de mezclilla, playera, tocado con una gorra del equipo local de beisbol. Y Bell, que en sus presentaciones habituales cosecha no solo miles de dólares sino cientos de aplausos cada vez que hace gala de su talento con el violín, en aquella ocasión reunió apenas 32 dólares.
La preguntas surgidas por esta puesta en escena son muchas, casi todas muy interesantes, algunas en torno al talento y varias otras en torno a la belleza. ¿Algo es bello —y en consecuencia placentero— por sus características inherentes o por el medio en donde se encuentra y la escenografía que lo rodea? ¿Algo bello destaca por sí mismo a pesar de las circunstancias?
Por otra parte, esto que pasa con el placer, ¿se repite con el dolor? Algunas experiencias parecen menos o más dolorosas cuando se encuentran rodeadas de ciertos atenuantes o agravantes, por ejemplo, si el daño lo produce un completo extraño o una persona hacia quien sentimos afecto y confianza. El efecto placebo podría caber también en esta posibilidad del dolor como una impresión en buena medida subjetiva.
Quizá en otro tiempo —la época de los grandes filósofos racionalistas que únicamente con especulación, introspección y observación enfrentaban estos problemas de la naturaleza humana— el dilema podría parecer irresoluble. Ahora, sin embargo, estas cuestiones encuentran su campo de definición en la neurociencia. No por nada en años recientes han surgido campos de estudio que tienen un pie en esta disciplina y el otro en las artes, en un esfuerzo conjunto por descubrir en qué consiste la experiencia estética, cuáles son los procesos neuronales que devienen en un juicio o una reacción ante una obra de arte, sea esta una pieza musical, una dramática, un poema, etc.
Quizá pronto sea posible señalar con precisión dónde nace lo placentero y lo doloroso dentro de nosotros mismos, más allá de los estímulos externos que, en cierto sentido y llegados a este punto, podrían no existir, esfumarse, transformarse hasta su opuesto sin que nuestra reacción se viera afectada. Tal vez la neurociencia revele las claves y decodifique el algoritmo que sigue el cerebro para enviar la señal de placer o de dolor al resto de nuestro cuerpo.
¿Con qué consecuencias?
Vía Design Mind.
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